El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

domingo, 22 de enero de 2017

San Clemente en la Edad Moderna: auge y crisis de la corte manchega


Concentración de vecinos con motivo de la festividad de Rus
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Los datos presentados corresponden a aportaciones demográficas, que, extraídas de diversos archivos históricos, muestran la evolución de la población de la villa de San Clemente en la Edad Moderna. Hablamos de número de vecinos, es decir familias, en unos casos completas y en otros constituidas por viudas y, llegado el caso, sus hijos. Unos censos hacen referencia a los pecheros únicamente, otros incluyen a los hidalgos, que fluctúan desde los dos hidalgos de 1445, las dos decenas de comienzos del quinientos, la treintena que debía haber en el momento del censo de pecheros y los ochenta, número que continuará en incremento, durante las Relaciones Topográficas.

Cual es el coeficiente multiplicador para cada familia, hogar o, en expresión de la época, vecino. Los historiadores no se ponen de acuerdo y aplican coeficientes que van de 3,75 individuos por familia a otros cercanos a seis. Nosotros defendemos los coeficientes superiores, quizás porque cuando analizamos familias nos encontramos con referencias a menores por doquier. Claro que cuando vemos familias con fama de prolíficas nos llevamos sorpresas; así los moriscos, que, a pesar de ser familias extensas, suelen ser núcleos con pocos miembros en la villa de San Clemente. Pero se trata de una minoría que llegó al pueblo desestructurada, procedente de la Guerra de Granada en 1570.

Quizás, el caso de San Clemente nos demuestra, a falta de registros parroquiales para la época estudiada, que el número de hijos dependía de las propias expectativas de desarrollo económico de la villa. Por eso, una sociedad optimista y en pleno desarrollo, como era San Clemente en la primera mitad del siglo XVI era muy prolífica en hijos. Por contra, en los años finales del quinientos y la primera década de 1600, la salida de una época de crisis llevó a la reducción de la natalidad de forma drástica. Sobre esta población envejecida y una pirámide invertida ya en las décadas de 1630 y 1640, golpearían los reclutamientos militares.

Y sin embargo la impresión es que San Clemente siempre tuvo mucho más población de la que nos muestran sus registros. Los testimonios verbales nos hablan de más de dos mil vecinos e incluso  de tres mil vecinos. Esta última cifra, sin duda interesada, aparece en los datos aportados desde la Corte en Madrid en la década de los veinte del seiscientos. Sin duda, dato abultado que perseguía un claro interés de reclutamiento militar y recaudación fiscal. Pero quizás no ajeno a la realidad de una villa convertida en centro político y administrativo de la comarca con una importante población flotante. Pensemos además en la población que acudía a la población los jueves al mercado franco, en septiembre a su feria o a la vendimia; en el trasiego en torno al convento de frailes franciscanos, convertido en centro de enseñanza; en los vecinos que acudían de los pueblos aledaños y comarcanos a firmar sus contratos comerciales ante los escribanos o a comprar todo tipo de productos en las tiendas del barrio del Arrabal,  o simplemente al prostíbulo de la actual calle del Juego de la Pelota; en los albañiles y canteros que acudían a levantar los edificios públicos (y también las casas señoriales privadas); en los carreteros serranos de Cuenca que bajaban con sus carros de madera para vender troncos de pinos; en los comediantes que representaban sus funciones teatrales; en los presos, que traídos por la justicia del corregimiento de otras villas del partido, rendían sus cuentas en la cárcel y de la que no resultaba muy difícil salir a plena luz si se contaba con dinero; en los comerciantes, ya comarcanos ya extranjeros (conversos portugueses), que competían con sus tiendas con las de los propios vecinos de San Clemente y su población morisca; en los esquiladores, o peinadores, que trasquilaban las ovejas y en los tratantes que bajaban hasta la villa para abastecer de carne a la ciudad de Cuenca; en aquellos que venían atraídos por la romería de la Virgen de Rus, igual que sabemos que los sanclementinos acudían a las romerías de los pueblos vecinos, y así un largo etcétera.

El San Clemente del presente parece encerrado en la familiaridad del interior de sus casas, pero no era esa la imagen que ofrecía la villa en la época moderna. La misma Plaza Mayor y la del Pósito, reclamo turístico con su impresionante construcción edilicia, nos aparece demasiado ordenada y, disculpen la impresión, aburrida. Ruido, bullicio y, a veces, alguna trifulca eran lo habitual en las carnicerías situadas en el edificio del pósito de la Plaza de la Iglesia. La gente acudía a la parroquial de Santiago Apóstol por la puerta del mismo nombre. En torno a esta portada se cerraban tratos, se celebraban los chascarrillos y se prodigaban las críticas; algunos de los comentarios tenían como referencia las dos hileras de sambenitos de condenados por la Inquisición visibles a la muchedumbre delante de las puertas abiertas de la Iglesia. Y es que la actual Plaza de la Iglesia, o del Pósito, estaba volcada hacia el Arrabal, que a sus espaldas hervía en vida, tratos y laboriosidad. De allí venían todos los problemas y conflictos pero asimismo el impulso vital del pueblo. Allí estaban los Origüela, desde la década de mil quinientos ochenta también conocidos como los Galindos, por la fuerte personalidad de la santamarieña María Galindo. En la misma Plaza de la Iglesia, en el actual Restaurante de Jacinto, la casa de los Herreros, dando su espalda al Arrabal y a sus enemigos los Origüela. Pero las familias principales pronto huyeron de este núcleo principal y antiguo del pueblo; por no quedar, ni siquiera sobrevivió resto alguno de la memoria del fundador del pueblo Clemén Pérez de Rus.

Todo empezó hacia 1510. Parecía que las crisis de subsistencias a la muerte de la Reina Católica iban a condenar al pueblo a ese bucle de volver siempre a la situación de partida, es decir, intentar escapar de la pobreza para regresar a ella. Pero algo hirió el orgullo sanclementino y ese algo fueron las condiciones draconianas que Alonso del Castillo puso en 1502 para dar su trigo a un pueblo hambriento. Los sanclemetinos dejan de quejarse de esas quince o veinte familias que han hecho fortuna en los veinte años que han transcurrido desde fines de la guerra del Marquesado. Quizás aguijoneados por el ideal de austeridad ajeno de todo lujo que traen los franciscanos reformados que se instalan en el pueblo, se lanzan a labrar sus tierras incultas, desecando sus lavajos y roturando las tierras forestadas. Su ejemplo atrae a otros habitantes de la comarca y luego a muchos más venidos de fuera. San Clemente se convierte en un símbolo de la libertad donde se refugian los habitantes de las próximas tierras bajo dominio señorial. El pequeño pueblo de doscientos habitantes se pone en los más de setecientos cuando cae bajo el dominio de la emperatriz Isabel. Eso a pesar de la guerra de las Comunidades y del fenómeno pestífero de 1525 del que apenas si sabemos nada. Esos años bajo el dominio de la emperatriz debieron ser dorados, el pueblo ganaría otros quinientos habitantes más. El granero de Vara de Rey permitió dedicarse a San Clemente al monocultivo de la vid. Aunque las villas vecinas ya empezaban a cerrar sus pastos comunales, las cien mil ovejas de los ganaderos sanclementinos todavía pacían en estas hierbas comunes del suelo de Alarcón. Hasta que llegó la crisis de finales de los cuarenta. Fue una crisis generalizada en todas las tierras del Marquesado. Tristán Calvete, procurador de la villa en los Consejos, presentaba el aspecto desolador de unas tierras fatigadas por las inclemencias del tiempo y las plagas de langosta.

A pesar de todo, la crisis de los cuarenta fue una catarsis para la villa que definió su futuro. Convencida de la pérdida de los graneros de Vara de Rey después de 1537 y de los pastos comunes de la tierra de Alarcón, la villa de San Clemente busca proyectarse en el exterior. Busca el trigo necesario en la vecina Villarrobledo o en cualquier parte que haga falta, sus ganados pasan los puertos de Alcaraz y Chinchilla en búsqueda de pastos. Las actividades de la villa ganan en complejidad y San Clemente da los primeros pasos hacia una economía especializada en servicios para toda la zona. El gobernador, de la mano de Hernando del Castillo, tiende a residir largos períodos de tiempo en San Clemente. El gobernador se queda, pero a los hermanos Castillo se les expulsa de la primera línea política del pueblo. Aquellos que compran las regidurías perpetuas por cuatrocientos ducados parecen querer imponer su voluntad, pero la villa es un hervidero de hombres que quieren ser partícipes de su vida e intervienen en el juego político con disputas en la elección de alcaldes ordinarios. Sus ambiciones son reflejo de una sociedad cada día más compleja. La actividad particular de tejedores se convierte en próspera industria gremial. El gobernador, sus criados y oficiales, con sus necesidades mueven la economía de la villa. Para satisfacer las necesidades de su casa Villarrobledo estará obligado a aportar doscientas fanegas de trigo, aparte de la cebada indispensable para sus caballerizas. Otras cien fanegas irán a la casa del alcalde mayor, que a diferencia del gobernador sí que reside de forma permanente en San Clemente.

Luego vienen los años de pleno dominio de San Clemente. Los años cincuenta ven una construcción edilicia continua, que iniciada en las reformas de la Iglesia y del ayuntamiento se extenderá hasta los ochenta en el pósito. San Clemente alcanza sus máximos de población. Los mil quinientos vecinos que algunos extienden a dos mil. El Arrabal se llena de tiendas a pie de calle de artesanos que venden sus productos elaborados. La plaza del Ayuntamiento presenta cierto aspecto caótico y amalgamado de tiendas y oficios de escribanos, buhoneros que hacen sus tratos en la plaza o la calle aledaña de la Feria y se internan en el Arrabal; pero sobre todo hay un rebosar de hombres, muchos de ellos forasteros que se alojan en los tres mesones existentes en la plaza.

Como un aldabonazo, avisando de lo frágil del bienestar, llegará la guerra de los moriscos de Granada. Los reclutamientos forzosos, las muertes de jóvenes en la guerra llevan a la villa a perder trescientos vecinos. Las Relaciones Topográficas, unos años después, hacen referencia al trauma provocado por la guerra, pero la venida de setenta y dos familias moriscas parece dar vida nueva al pueblo. Se hace un esfuerzo tremendo por integrarlos en un proceso de aculturación que tiene como centro la Iglesia de Santiago Apóstol, pero sus creencias necesariamente son fingidas, porque recluidos en su gueto del Arrabal, ejerciendo los mismos oficios de antaño como pastores, labradores en régimen de aparcería o artesanos con tienda en su casa, mantienen sus tradiciones y formas de vida granadinas. San Clemente no lamenta su marginación, envidia su laboriosidad traducida en riqueza.

Mientras que todos se benefician se deja en paz a los moriscos. Los años ochenta son de oportunidades. El administrador de rentas reales, Rodrigo Méndez, avisará que estos quejosos y agraviados sanclementinos ocultan una gran riqueza y defraudan a la Corona. El dinero es fácil y allí donde falta lo suple el préstamo a censo que ahora se generaliza. Es en este momento cuando San Clemente se convierte en la pequeña corte manchega. Su rivalidad con Albacete es manifiesta, pero la diversidad de oficios y actividades de San Clemente choca con la rusticidad de Albacete, villa de labradores y alpargateros. Sin embargo los signos de la crisis son ya incipientes: el cultivo de viñas toca techo, prohibiéndose nuevas plantaciones; las construcciones edilicias ahogan financieramente a la villa; los ganados sanclementinos ven entorpecido su paso hacia Murcia por una celosa villa de Albacete que ahora les exige el tributo a pagar por cualesquier mercancías a veinte leguas de la raya de Aragón; la Corona exige el nuevo tributo de millones y, en fin, la economía antaño regional y diversificada entra en crisis.

Ya antes de 1600, el granero villarrobletano da síntomas de agotamiento. Obligado a abastecer a la Corte no da para alimentar a los pueblos comarcanos ni a sus propios vecinos. Los registros parroquiales, allí donde se han conservado, anuncian que los matrimonios escasean y, en consecuencia, los nacimientos también. Una población en sus máximos está subalimentada. Es entonces, aunque el brote ya ha aparecido en algunos pueblos de la comarca dos años antes, cuando en junio de 1600 la peste aparece en San Clemente y aniquila la población. Dos mil o tres mil muertos, cifras quizás discutibles, pero incontestables son los números de pobres y ese cuarto de viudas que compone la población sanclementina en los años posteriores a la crisis.

No obstante San Clemente, a diferencia de Villarrobledo o Albacete, fue capaz de recuperarse y renacer en población y en las manifestaciones de su vida diaria. Para 1610 todo había cambiado. la trayectoria de las clases populares como siempre nos aparece oculta, como poco sabemos del devenir de los más de doscientos moriscos expulsados de la villa, pero sí conocemos el devenir de las clases pudientes.

 Las familias principales se alejaban del centro, algunos como los Guedeja, famosos letrados, o los mismos Herreros buscaban notoriedad en la Corte, abandonando sus casa solares. El actual palacio del Marqués de Valdeguerrero, entonces yuxtaposición discontinua de varias casas, y los edificios que llegaban hasta el convento de los frailes eran propiedad de los Castillo, que debían poseer en origen no solo el solar del convento franciscano sino también otros terrenos sobre los que asentaron sus casas y hogar. Por aquí residiría don Francisco Mendoza, más preocupado de la vida de la Corte que de su propio pueblo, y su familiar don Juan Pacheco Guzmán, alférez mayor de la villa, junto a su esposa doña María Cimbrón. Este don Juan tuvo ínfulas señoriales de dominación del pueblo, heredadas de su abuelo político Alonso del Castillo, y acabó enfrentado con todo el vecindario. Heredó, a través de su mujer, la fortuna de Francisco Mendoza, pero en beneficio propio, incumpliendo las mandas testamentarias de fundar un convento de carmelitas. Lo arregló como pudo su mujer trayéndose a las monjas de Valera, aunque finalmente la fortuna acabó en manos de las clarisas. Pero se equivocó don Juan Pacheco; pensaba que su alianza con el corregidor y la eliminación de los alcaldes ordinarios le daría el poder en el pueblo, pero sus descendientes tuvieron que salir de él. Otra rama de los Pacheco, con cabeza en otro Juan Pacheco y Guzmán recogería el testigo del alférez, pero los maliciosos sanclementinos le recordaban que quien mandaba en su casa (heredada de su homónimo el alférez) era su madre. Incapaz de procrear no pudo transmitir a heredero alguno el mayorazgo de Santiago de la Torre, que su madre le había regalado casándole con su prima Beatriz. Su único legado fue el de las disputas entre los Pacheco por el mayorazgo y darle nueva vida a sus beneficiarios: otra rama de los Pacheco, la menor, que por escudo tenían uno ajeno en su casa, sita en la Cruz Cerrada y próxima a la ermita de San Roque. El escudo era el de la familia Resa con quienes habían emparentado (¡Qúe poco sabemos de esa gran persona que a mediados del quinientos sería el licenciado Resa!).

Mientras los Pacheco se descomponían (no así su hacienda, a pesar de lo maltrecho que podamos ver el castillo de Santiaguillo), unos aduladores como los Astudillo, pues su medro siempre había sido a costa de servir al corregidor, alcanzaban la notoriedad en la villa. Las rentas de la Corona dependían de ellos. Los González Galindo y los Tébar se aliaban matrimonialmente y lo hacían, cosas curiosas del destino, en la lejana Ciudad de los Reyes del Perú. En la plaza de Astudillo fijaría su casa don Francisco de Astudillo y su hijo, que había heredado el apellido Villamediana. Alianza matrimonial con una familia de las más rancias muy mal vista en el pueblo. No muy lejos, en el Palacio Piquirroti, moraban don Pedro González Galindo y su mujer María de Tébar. El tío de ésta, Cristóbal de Tébar, fundaba el Colegio de los jesuitas en la antigua iglesia de Nuestra Señora de Septiembre. La cuna de los que pasaban por cristianos viejos. Digamos que solo a efectos de obtener credenciales, pues todo el pueblo sabía que los mentados eran de la misma estirpe, los despreciados Origüelas. Pero el futuro de la villa de San Clemente no estaba ligado ni a los Tébar ni a los Astudillo ni a los Galindo; quizás porque se habían convertido en simples rentistas, olvidando su espíritu emprendedor. Lo único que legaron al pueblo, en la medida que traicionaron su propia esencia, fue el odio que provocaron no ya por su sangre judía, con la que los vecinos convivieron y se fundieron durante un siglo, sino por convertirse en parásitos que consumían la riqueza del pueblo. El desprecio provocado en el pueblo fue absoluto. Esa es la razón por la que la casa de Astudillo y el palacio Piquinoti ya aparecían abandonados y en ruinas a mediados del siglo XVIII. Fue tal el olvido, que el odio, que despertaron y persistía latente, se trasladó en la villa hacia don Vicente Sandoval, que vivía en la villa a mediados de esa centuria. Don Vicente era algo más que el marido de la Marquesa de Valdeguerrero, era ante todo un extranjero llegado de Alcaraz que ejercía un poder tiránico en el pueblo. Era asimismo quien había heredado el poder de los Ortega.

Mientras unos acababan en un olvido, que ni siquiera don Diego Torrente fue capaz de recuperar, otros alcanzaban la fama y el dominio del pueblo. Tan solo Francisco del Castillo Inestrosa vio venir a los Ortega. Francisco del Castillo Inestrosa había heredado de su antecesor Hernando del Castillo, el alcaide de Alarcón, el orgullo y la rebeldía, olvidando lo que tocaba a lo que tenía de insaciable ambición la familia Castillo. Esa ambición que le faltaba a él, sin embargo la veía en los otros. Por eso fue capaz de ver el imparable ascenso social y político de los Ortega. No dudó en enfrentarse a ellos. Don Miguel Ortega y don Francisco Castillo se pasaron varios años arrojándose a la cara ante la Inqusición de Cuenca los cadáveres de sus ancestros judíos. Pero si los Ortega traicionaban una y otra vez su sangre judía y buscaban la sangre que de los Pacheco corrían por sus venas (no olvidemos que de la sangre conversa de esta familia también existía un comprometedor expediente en la cámara del secreto del Santo Oficio), don Francisco Castillo Inestrosa defendía en voz alta en la plaza del pueblo sus antecedentes hebraicos. Fue tal el odio entre don Miguel Ortega y don Francisco Castillo, que el primero imploró en su lecho de muerte el perdón del segundo y éste no pareció tener problemas de conciencia mandándolo al Infierno. 

El futuro sin embargo sería de los Ortega, oculto su apellido en los futuros Marqueses de Valdeguerrero. Pero detrás de esa casona de los Valdeguerrero como esa otra de los Oma únicamente hay afán de ostentación. Cuanto más grandes se hacían las casas señoriales más se empequeñecía el pueblo. Podemos pensar que en el quinientos la vida sanclementina se refugiaba en las casas palacio con sus patios porticados y esas otras más populares de patio interior, bajo cuyo suelo se extendían las cuevas. En las cuevas se ocultan las tinajas de vino, verdadero símbolo de la riqueza sanclementina. Pero las puertas estaban abiertas al pueblo como lo estaban al trasiego de carruajes y criados que pasaban bajo ellas. Un Francisco de Astudillo Villamediana tiene especial querencia por sus criados. Nada comparable al amor que profesa Martín de Buedo por sus dos esclavos, cuya pérdida es más sentida que la propia hacienda. 

La sociedad del seiscientos se vuelve despreciadora. Rosillo y Perona recelan de la riqueza de Astudillo y Piquinoti. Ellos, las familias de abolengo, que con su trabajo, sus tierras y sus ganados han sabido ganarse la posición que les corresponde por su sangre, ven ninguneado su estatuto social por estos nuevos advenedizos ricos y que todo el mundo en el pueblo sabe que son los descendientes de los Origüela del Arrabal. Es igual, las viejas familias buscan la alianza de los Ortega. Se les desprecia, pues han entablado lazos familiares con la rama Tébar de los Origüela e incluso todavía persiste en el recuerdo sus lazos con los Huerta, gente de baja condición que ha establecido lazos familiares tanto con los Ortega como con los Origüela. Sin embargo, los Ortega pronto sabrán marcar la frontera elitista que les diferenciará del pueblo bajo: ellos tienen las tierras, el trabajo lo ponen los demás. Esas tierras son las que les dan el respeto social. Eso mismo lo comprenden los Oma. Tienen dinero como los Astudillo, pero a diferencia de éstos, han comprendido que el dinero ha devenido de plata en vellón y solo vale si se invierte en tierras. El resto, es decir, alianzas familiares con Rosillo o Pacheco es simple apariencia de imagen para hacer presentable su riqueza. Apariencia necesaria, pues, tal como denuncia un Perona, es en este San Clemente de 1640 donde las ejecutorias de hidalguía las expide el carnicero. Así es, en una villa donde nunca ha habido padrones de hidalgos, es el carnicero, quien dejándose sobornar, acepta las cédulas de refacción o lo que es lo mismo, los ricos dejan de pagar la parte correspondiente al impuesto de millones del trozo de carne que compran. El ayuntamiento legitima al carnicero concediendo las cédulas y si el exento de impuestos tiene suficiente dinero lo único que debe hacer es acudir al Consejo de Órdenes en busca de un hábito de caballero, adquiridos por la desorbitada cifra de cuatro mil ducados, o a la Chancillería de Granada a por su carta ejecutoria de hidalguía; alto tribunal que ha adquirido fama por ser lugar en el que los pleitos dormían años y no tanto por ser causa de ruina de muchas familias y concejos.

En los años cuarenta San Clemente vivía de las apariencias y de la farsa. La nueva situación se había iniciado tras la crisis de comienzos del seiscientos. Son los años del Quijote: la imaginación y los valores transportan a los vecinos de la villa a un mundo de ensueño, que contrasta con la triste realidad de un pueblo empobrecido. En ayuda del pueblo, acude el indiano Pedro González Galindo, que lo rescata con su préstamo de diez mil ducados de plata. El boato y la ostentación se apoderan del pueblo. Ya en 1598, Felipe III es recibido con festejos deslumbrantes, incluidos diez toros, mientras los pósitos de la villa se vacían para alimentar al cortejo. Las fiestas del Corpus son motivo de rivalidad entre los poderosos para regalar unas octavas que mantienen al pueblo en un irreal sueño. Son fiestas para el pueblo, aunque sin el pueblo que prefiere manifestar su alegría antes en las romerías populares de la Virgen de Rus, que en esos programas alegóricos como La venida del inglés prepara don Rodrigo Ortega en ensalzamiento de la Monarquía o el programa que sobre la exaltación de la Hostia prepara Francisco de Astudillo. Manifestaciones iconológicas que nadie del pueblo llano entiende, aunque deslumbran e identifican quién tiene el poder en el pueblo.

Y es que San Clemente no es ajeno al artificio del reinado de Felipe III, tampoco a su corrupción y a la llegada de nuevos ricos advenedizos. Las contradicciones se vuelven brutales. Mientras los campos se dejan de cultivar, los ganados se pierden, y los brazos de los moriscos expulsos faltan tanto como los de unos sanclementinos que desprecian el trabajo, la villa de San Clemente se integra en la economía mundo. Los más avezados de los sanclementinos buscan en el desierto dejado por los moriscos levantinos su oportunidad de negocio. Llama la atención cómo en la medida que desaparecen los moriscos del valle murciano de Ricote, aparecen en el mismo valle los ganaderos sanclementinos.  Aunque más llamativo es la aparición de los mercaderes portugueses que con sus lazos internacionales introducen a San Clemente en la economía mundo.

No perdonará la Inquisición esta apertura de la villa; perseguirá hasta su desaparición a estos portugueses. Con ellos, que habían sustituido a los tenderos moriscos, desaparecen los intercambios y la apertura al exterior. Luego vendrá el reinado de Felipe IV. Hay ansias de regeneración de una sociedad que ahorca a sus corruptos, pero también desprecia a los que obtienen el prestigio social de sus vecinos por sus méritos. El pueblo sanclementino no llega a entender que son la carne de cañón de una Monarquía que de la mano de Olivares intenta reverdecer viejos laureles y conquistas militares para las que no dispone del dinero, en otro tiempo nacido del trabajo.

Primero llegan las compañías de soldados italianos heridos en esa estúpida guerra de Mantua de 1628. La villa ya no ve con sus ojos las banderas de capitanes que ofrecen la fortuna y el honor militar a los jóvenes, sino a unos soldados lisiados, que anuncian los futuros desastres. Los esfuerzos militares, y fiscales, exigidos por la Monarquía cada vez son mayores. En 1630, los reclutados son los foráneos de paso por el pueblo. Pero en la década de los cuarenta, España se descompone con las rebeliones portuguesa y catalana. Los campesinos sanclementinos que, con su trabajo crean la riqueza del Reino, se van al frente catalán, reclutados por ese desaprensivo llamado Rodrigo Santelices. Ya no luchan contra herejes sino contra otros españoles que han dejado de identificarse con los sueños imperiales. Sueños imperiales que no entienden ni los catalanes ni los manchegos. Un campesino casi sesentón, un Garcilópez, expone en sus quejas la raíz del problema: mientras su hijo está otro año más, el de 1641, en el frente, su hacienda ha perdido 500 reales. Con su hacienda, y la falta de pago de impuestos, se pierde también España.

San Clemente nunca se recuperará ya de estas sangrías fiscales y militares. Su población se quedará en mínimos. Muchos sanclementinos huyen a Valencia a ocupar el vacío ha tiempo dejado por los moriscos. Otros se quedan más cerca y se dedican a explotar el campo de sus aldeas, que ahora se pueblan. Ya nunca recuperará el esplendor de antaño ni siquiera en el siglo XVIII, cuando villas como Motilla o su antigua aldea Sisante se atreven a competir con ella. San Clemente se encierra en sí misma, ya solo vivirá de sus sueños del pasado, parece molestarle la modernidad y solo quiere vivir de los recuerdos de un pasado glorioso.


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Año 1445 (Fuente: AMSC. AYUNTAMIENTO. Recuento de vecinos por Hernando del Soto, criado del Marqués de Villena, que toma posesión de la villa)
  • 130 vecinos y dos hidalgos
Hacia 1495-1500 (Fuente: testimonio hacia 1547 del vecino de Alarcón Cristóbal Llorca en pleito sobre aprovechamiento de comunales del antiguo suelo de Alarcón. (AChGr. Caja 711, pieza 3 )
  • 180 vecinos 
Censo de Pecheros de 1528 (Fuente INE. 2008, según documento conservado en AGS. Contaduría General. Leg. 768)
  • 709 vecinos, excluidos hidalgos
Hacia 1546, testimonios en la información de testigos del pleito entre San Clemente y Villanueva de la Jara sobre aprovechamiento del pinar de esta última villa. (AChGr. Caja 5355, pieza 8)
  • 1200 vecinos según los testimonios mas fidedignos, aunque otros testimonios hablan de un abanico de población que va de 1000 a 1500 vecinos. Se hace mención a una población para la villa de 200 vecinos a comienzos de 1500.
Relaciones topográficas de Felipe II en diciembre de 1575 Caja 1355, pieza 8
  • 1200 o 1300 vecinos, incluyen ochenta y dos casas de hidalgos.
Padrón de alcabalas de 1586 (Fuente: AGS. Expedientes de Hacienda. Padrón de Alcabalas elaborado por mandamiento de Rodrigo Méndez, administrador de rentas reales del Marquesado de Villena)
  • 1547 vecinos, incluidos hidalgos y clérigos seculares (aunque no regulares). Muy pormenorizado con nombre de los vecinos y calles del pueblo
Censo de Tomás González de 1591 o de millones (Fuente: Tomás GONZÁLEZ, Censo de población de las provincias y partidos de Castilla en el siglo XVI. Madrid. 1829)
  • 1572 vecinos, incluidos 1427 pecheros, 90 hidalgos, 5 clérigos regulares y 50 clérigos seglares
Padrón de alcabalas de 1624 a petición de informe pedido por Felipe IV a las villas del Marquesado
  • 1800 vecinos
Padrón militar de 1635 para el armamento de una octava parte de la población. Vecinos mayores de dieciséis años
  • 1610 vecinos
Vecindario de 1646 (Fuente:  AGS. CÁMARA  DE CASTILLA. DIVERSOS. Leg. 23, doc. 1)
  • 961 vecinos
Censo de 1697 (Fuente: AMSC. AYUNTAMIENTO. Leg. 33/1)
  • 1096 vecinos (divididos en  cuatro cuarteles: 339 en Santa Quiteria, 193 en la Cruz Cerrada, 200 en San Francisco y 316 en Roma, más 44 en las aldeas)

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