El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

Imagen del poder municipal
EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

miércoles, 5 de julio de 2017

La bruja "Toruga" de San Clemente

Aquelarre. Grabado alemán del siglo XVI
María Martínez, alias la Toruga, era natural de Valverde de Júcar, pero tenía establecida vecindad en San Clemente, donde vivía con su marido Alvaro Mancheño. En 1767, tenía 29 años, cuando la Inquisición puso sus ojos en ella. La delación vino de un fraile carmelita descalzo llamado Fray Francisco de Santa Rosalía. Los carmelitas descalzos, llegados y establecidos en la villa, pronto se convirtieron en censores de la moral sanclementina. Al control de la moral unían su papel defensor de la ortodoxia religiosa. No era extraño verlos apostados en el coro de la Iglesia parroquial de Santiago en busca de potenciales víctimas, y en este juego, las más propiciatorias eran sus enemigos los franciscanos del convento de Nuestra Señora de Gracia. Que se lo digan si no a fray Julián Arenas, guardián del convento franciscano, que en 1719 con motivo de la octava del Corpus se explayó con un sermón en lo alto del púlpito, en el que poco a poco y metiéndose en materia acabó en disertación teológica tan imbricada para los pobres e ignorantes fieles como sospechosa para los carmelitas agazapados en el coro. El buen Julián Arenas intentando explicar las palabras de Cristo en la Cruz dirigidas a su madre, y en presencia de San Juan, mulier, ecce filius tuus, se acabó liando sobre la supuesta filiación de Cristo y San Juan como hermanos, hijos naturales de la Virgen, sin saber qué hacer con la paternidad de San José y, lo que fue más grave, enzarzándose con el Santísimo Sacramento y la transubstanciación, hoc est corpus meum, para llegar a la conclusión de la doble naturaleza humana y divina de San Juan, presente a su parecer también en la Hostia consagrada. Sobre estas desavenencias entre carmelitas descalzos y franciscanos volveremos algún día. Quizás cuando lleguemos a comprender qué hacía don Gaspar Melgarejo, prohombre de la villa, dirigiendo el sanedrín carmelita descalzo.

Pero ahora estamos en 1767 y las costumbres se han relajado bastante. La ortodoxia ya no se rompe en los púlpitos sino en las vivencias diarias de unos vecinos que gozan de la cotidianidad. En especial, la citada María Martínez Alcaide Zapata que tenía escandalizado y alborotado a todo el pueblo. Tras la delación del carmelita, la Inquisición decidió enviar la comisario de Sisante, José Lucas Moya, a indagar sobre los hechos. Las pesquisas del sisanteño, dada su impericia, vinieron a crear tal confusión en el caso y tal escándalo, que el Santo Oficio decidió retirarle el título de comisario. Mientras el affaire de la embaucadora María Martínez iba creciendo a la par que el escándalo causado.

Un nuevo comisario de la Inquisición fue mandado a San Clemente el 12 de junio de 1767 para que hiciera las averiguaciones necesarias sobre el caso, ajustándose a los cánones de la cartilla con la que iban provistos los comisarios del Santo Oficio. Se trataba del cura de Honrubia, José Galindo, que se puso manos a la obra en su cometido de un modo ordenado. Primero tratando de demostrar que la susodicha era una mala mujer, luego buscando la acusación de brujería.

María Martínez era una joven viva y resuelta, casada con un jornalero del campo, desconocía las normas más elementales del recato y la buena educación. Simplemente actuaba con la naturalidad de una moza que olvidaba la convenciones sociales exigibles a una mujer casada. Sus vecinos de barrio no ahorraban epítetos para definirla: mujer ordinaria y con reputación de libre y  llevar mala vida. Tan solo el panadero, que parecía tener algo que ocultar, mantuvo la discreción. Mientras sus vecinos despotricaban, María Martínez esperaba en la cárcel de la villa, donde se hallaba por orden del alcalde mayor. De la cárcel había intentado sacarla el citado comisario sisanteño, alegando el fuero privativo del Santo Oficio e incapaz de comprender que el caso de María escapaba de jurisdicciones especiales y afectaba a la moral y buen nombre de la sociedad sanclementina.

A la acusación de mala mujer, pronto siguió la de maléfica, es decir, en el lenguaje inquisitorial, sinónimo de bruja. La acusación como no podía ser menos venía de un religioso, esta vez franciscano, que acusaba a María de pacto expreso con el diablo. Al franciscano, siguió en las acusaciones el boticario del pueblo, que dadas las ocupaciones de María, iban contra una rival directa en el oficio. El boticario decía haber visto en casa de la reo, un arca con castañas, cuyas propiedades mágicas y curativas eran el vademécum de cualquier bruja que se preciase, y una olla donde María preparaba sus potajes. No faltaba pues detalle en las acusaciones que no fuera encaminada a encajar a María dentro del Malleus Malleficarum.

Poco importaba que en el registro ocular de la casa de la madre de María se comprobara que el arca solo contenía cartas, recibos de misa y algunas piedras falsas; bisutería de la época para satisfacer la coquetería de una mujer joven de 29 años. Si es que con esa edad se podía llamar joven a una mujer de la época, pues por entonces ya tenía dos hijas de tres y nueve años. Su marido, incapaz de afrontar la situación, había muerto el 9 de septiembre. Pero las envidias en el pueblo contaban más que la piedad personal. Por eso para el 20 de octubre María se encontraba en las cárceles inquisitoriales de Cuenca, respondiendo a unos interrogatorios, donde dejó muestras, como no podía ser menos en una mujer iletrada, de sus lagunas en doctrina cristiana. La misma naturalidad y simpleza con la que defendía su credo era motivo de nuevas acusaciones
solo a Dios he adorado, a María Santísima y a los Santos del Cielo, pero no al demonio ni he usado de maleficios, que es cierto que estando una noche...
Esa última frase significaba el reconocimiento de su culpa. Como cualquier reo inquisitorial, desconocedor de los cargos y testigos acusadores, acababa acusándose de culpas en situaciones fuera de contexto. María también lo hizo. Reconoció su amistad con la mujer de Francisco Olivares. Acostadas en la misma cama se contaban sus confidencias, que, inocentes en su confesión, adquirían una veste demoniaca a ojos de los inquisidores. Reconocía María echar mal de ojo a una vecina suya y enemiga declarada, llamada la Cantarrola, que quizás había sabido desmarcarse a tiempo, junto a un tal Manuel Cerilo, de sus viejas andanzas con María la Toruga . Sin duda, mal de amores venidos de la rivalidad, pues la conversación con la mujer de Olivares se había deslizado a la rumorología popular que aseguraba que a los hombres adúlteros se les caía su miembro viril.  Bravucona como era María se atribuyó la capacidad maléfica de dejar capados a unos cuantos hombres del pueblo. Asustada la mujer de Olivares aseguró ante María que no había quién le quitara el miembro a su marido. Parecer del que eran el resto de mujeres del pueblo.

La fama maléfica de María, una mujer extranjera en el pueblo, se fue agrandando. María Antonia García, mujer de Pedro Plaza, atribuía a María el poder de quitar la vida a cualquier persona los días impares del calendario y de celebrar aquelarres junto a otras brujas de Valera y Valverde. Los aquelarres contaban con la presencia del Diablo y la sumisión de las concurrentes que le besaban las partes impúdicas. Tal vez porque era el mismo demonio el que les concedía la posibilidad de teletransportarse durante dos horas hasta tierras murcianas a por unas ricas naranjas levantinas.

María Martínez, mujer espabilada donde las hubiera, pronto aplicó las enseñanzas del diablo y ofreció sus dotes mágicas para teletransportar a un armero llamado Manuel Rubio hasta el Campo de Criptana. Se lo había pedido el zapatero Rejas, que pagó 36 reales por el vuelo del armero. Tan sorprendente vuelo escondía las argucias de María para venderle al zapatero sus servicios de alcahueta un viernes de Cuaresma para conquistar a la mujer del armero, Catalina Sepúlveda de 26 años, por la que andaba perdidamente enamorado el mencionado Rejas.

Si era poco creíble su capacidad para amputar miembros viriles, al menos no faltaba quien acusara a la alcahueta de su infertilidad y justificar así su impotencia ante los demás. Tal era un soldado del regimiento de Villaviciosa que acusaba a María de haberle privado del semen para la generación. Bien sabía nuestra Toruga usar y abusar de la ignorancia ajena, ofreciéndose a curar males ajenos como el reumatismo con sus bálsamos mezcla de manteca, aceites y, por supuesto, algún sapo.

No faltó en el pueblo quien defendiera a la Toruga, presentándola como una mujer ignorante, cuyas malas artes debían más a la escuela de la vida que a las enseñanzas del diablo; cuyo mayor delito había sido apropiarse de un guardapiés de la Cantarrola, en pago por los chocolates que le preparaba para aliviar sus males,  así como haberle dado un buen bofetón, sin duda merecido, al sinvergüenza de Manuel Cerilo. Actitud agresiva hacia Cerilo que contrastaba con la afabilidad que recibía en su casa a Francisco Olivares.


Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 3735, Exp. 114. María Martínez, alias la Toruga. 1767

2 comentarios:

  1. Me ha encantado la historia de María Martínez "la Taruga". Como siempre, muy bien documentada, pero ofreciéndonosla cercana y amena

    ResponderEliminar