El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

Imagen del poder municipal
EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

domingo, 14 de enero de 2018

Dos versiones del escudo de El Provencio

Se acompañan dos escudos de la casa de los Calatayud, señores de El Provencio. El primero es es que ha prevalecido y como tal reconocido oficialmente. Pero acompañamos una segunda versión de un manuscrito de la Biblioteca Nacional





Escudo de la casa Calatayud, señores de El Provencio
Varios apellidos y armas legalmente sacados de un Nobiliario que para en el Archivo del Real Convento de S. Pablo de Córdoba por el P. F. Ignacio de Cárdenas. BNE. Mss/3513. Año 1650
   Nobiliario del padre Fray Ignacio de Cárdenas  pág.  75
     
Escudo de la casa Calatayud, señores de El Provencio
Los de Calataiud son mui buenos e mui antiguos ijosdalgo caualleros i de gran nobleça su orijen e naturaleça es en el rreino de Aragón, el primero que bino a éste se llamaba mosén Luis de Calataiud i bino con el duque de Gandía que fue marqués de Billena de los Manuel, el qual le dio las tierras de agora, es poblada la billa del Probençio i el mismo la pobló desde el prinçipio, que antes no auía allí sino una casa que iço el duque para ir por aquella tierra a caça, traen por armas un escudo con una çapata jaquelada de negro i amarillo en canpo blanco con una orla blanca con unos escudicos amarillos i en cada uno, una banda negra como está aquí
Genealogía de varias casas.BNE, Mss. 1061 Sin datar, siglo XVII, pág. 321

sábado, 13 de enero de 2018

Justicia real y privilegiados en la villa de San Clemente a mediados del siglo XVI


Las diferencias entre el regidor Alonso Valenzuela y el alcalde mayor Baltasar Orozco se remontaban a julio de 1548, cuando el primero se negó a librar veinte mil maravedíes de los propios de la villa a Rodrigo de Ocaña. Pero no fue hasta diciembre de 1548, cuando Alonso de Valenzuela pidió justicia al gobernador Luis Godínez de Alcaraz. Protestaba por los cincuenta días que había permanecido preso en la sala del ayuntamiento y en la cárcel pública y por la merma que esta situación había provocado en su hacienda
atenta la calydad de mi persona por ser rregidor, que es dynidad, e hijodalgo e honbre de honrra, en la dicha prysión fuy ynjuriado y el juez que ynjustamente prende, comete contra el preso delyto de ynjuria e demás desto por thener preso los dichos çinquenta días y no poder entender en mi fazienda ni visitar mis ganados e granjerías de canpo e otros negoçios que yo thenía fuera desta villa de San Clemente en los dichos çinquenta días de prysión perdy e me vynyeron de daño más de çien ducados
Rodrigo de Ocaña era el procurador de las causas de la villa ante el Consejo Real, por sus idas y venidas recibía un salario de ocho reales diario, una corona, a cobrar de los propios de la villa, a cargo de su mayordomo Pedro Hernández de Avilés. Sus estancias en el Consejo Real, que entonces residía en Aranda de Duero, eran prolongadas, la última fue de sesenta y dos días, desde finales de octubre a finales de diciembre de 1547. Desde septiembre de aquel año eran alcaldes de la villa de San Clemente Pascual de Valenzuela y Francisco de Olivares, alguacil mayor Pedro de Alarcón Fajardo. Los nombres de aquellos que desempeñaban los cargos concejiles aquel año no es un dato carente de valor, pues correspondía a un grupo de principales que había entrado en conflicto con los regidores perpetuos establecidos en la villa desde 1543. La misión de Rodrigo de Ocaña en la Corte se movía en esas disputas. Tanto él como el licenciado Guedeja, relator en el Consejo Real, habían recibido el 26 de octubre de 1547 comisión de los alcaldes ordinarios y alguacil mayor para defender el modo de elección de esos cargos según fijaba la ejecutoria ganada por la villa. Pascual de Valenzuela, Francisco de Olivares y Pedro de Alarcón Fajardo habían sido elegidos por las tradicionales suertes el día de San Miguel.

El tradicional método de elección por suertes de alcaldes ordinarios y alguacil mayor consistía en la elección de cualquier vecino por suertes. Frente a esta universalidad se acabó imponiendo la reserva de la elección de alcaldes a un colegio de electores reducido de cuatro hidalgos, para la elección de alcalde noble, y doce pecheros, para la elección de alcalde por el estado pechero. Y es que San Clemente había crecido demasiado y los intereses en juego eran muchos como para dejar la elección de la justicia del lugar y alguacilazgo a unas cuantas bolas de cera flotando en un cántaro. Una carta ejecutoria de la emperatriz Isabel había limitado el colegio de electores a personas hábiles y suficientes y reducido el número de elegibles a los mencionados cuatro hidalgos y doce pecheros, luego convertidos con el tiempo en colegio de electores, pero ahora la elección la hacían tanto los regidores perpetuos como los oficiales salientes, y es de presuponer, pues testimonios hay, con el concurso de otros vecinos que  no querían quedar excluidos, entre los nombres de las dieciséis personas introducidas en el cántaro. Decidía la mano inocente de un niño de ocho años, que sobre esta selección previa, sacaba las bolas de los afortunados. El método escandalizaba al doctor Alonso de los Herreros, que afirmaba que no se podía elegir como oficiales públicos a personas que no diferenciaban entre el bien y el mal y cosa no deçente sería que cupiese la vara de alcalde hordinario o de alguaçil mayor desta villa a persona menos sufiçiente o ydiota.

El año de 1547 los oficios de regidores de la villa estaban en mano de una reducida minoría de principales, que los habían comprado de por vida por la cantidad de cuatrocientos ducados. Sus nombres eran Cristóbal de Tébar, Alonso de Valenzuela, Hernando del Castillo, Francisco de los Herreros y Francisco Pacheco, señor de Minaya. Las disputas entre alcaldes ordinarios y regidores perpetuos no eran motivadas por principios o defensa de privilegios inmemoriales de la villa, sino por intereses económicos muy particulares. La causa de las disputas entre unos oficios y otros había sido el embargo de una manada de carneros, destinada al abasto de las carnicerías, a Inés Alarcón, mujer de Bernardino de los Herreros. Los carneros fueron entregados a Juan González de Origüela, abastecedor de carnicerías ese año, que rendiría cuentas de su gestión ante el ayuntamiento, pero la obligación final de pago de los carneros embargados recaía en los regidores Cristóbal de Tébar y Alonso Valenzuela, que a diferencia de los alcaldes, comprometieron ante el gobernador, además de su palabra, sus bienes. Por supuesto el resto de regidores se habían ausentado voluntariamente para no comparecer ante el gobernador doctor Rodrigo Suárez de Carvajal. Todos sabían a lo que jugaban. Sería falaz por nuestra parte pretender ver en las disputas un enfrentamiento claro entre regidores y alcaldes, más bien los dardos de los alcaldes, y, por omisión, de los regidores ausentes iban dirigidos contra los origüela, que controlaban el lucrativo negocio del abasto de carne en la villa. Cristóbal de Tébar, Alonso de Valenzuela y Juan González de Origüela estaban emparentados familiarmente. El problema era que junto al abastecimiento de las carnicerías, tema de interés para los tébar, origüela y valenzuela, en la posada del gobernador se habló de un tema muy espinoso: enviar un procurador a la Corte para defender la primera instancia de la villa. No sabemos lo que pasó en la posada del gobernador, en casa de la mujer Antón García Moreno, pero creemos que Alonso Valenzuela cedió en enviar a Rodrigo de Ocaña a la Corte para defender la elección popular de los alcaldes de la villa. Al fin y al cabo, tal consentimiento, no decidido en las salas capitulares del ayuntamiento, carecía de valor jurídico. Cristóbal de Tébar, más avezado que Alonso de Valenzuela, se pronunció en contra de una misión, la de Rodrigo de Ocaña, que no solo intentaba preservar la elección por suertes de los alcaldes ordinarios sino también eliminar los regidores perpetuos. Posiblemente Alonso Valenzuela y Cristóbal de Tébar no eran contrarios a la elección de alcaldes ordinarios de septiembre de 1547 en las personas de Pascual Valenzuela y Francisco de Olivares, pero Cristóbal de Tébar, a diferencia de Alonso, sabía distinguir perfectamente la diferencia entre contar en la alcaldía con personas próximas y el hecho de aceptar un sistema de elección por suertes, sin filtros o elecciones intermedias, que podía llevar a las alcaldía a cualquier vecino, es decir, a cualquier persona que pusiera en duda el bien de la república, que, para él, se confundía con los privilegios de una minoría, con los que podía mantener conflictos, pero de cuyos privilegios se beneficiaba y defendía.

Aparte de las disputas internas, la villa de San Clemente arrastraba varios conflictos con su antigua aldea de Vara de Rey, entre ellos, la escribanía de Vara de Rey, que había sido concedida como bien propio a la villa de San Clemente por la emperatriz Isabel de Portugal y que ahora se arrogaba la aldea eximida de la villa madre. Se sumaba el conflicto por el pinar de Azraque, que estaba sito en el término de Sisante, lugar comprado por Vara de Rey al precio de 3000 ducados y, con él, los derechos sobre el pinar. Pero si había cierta unidad en el proceder de los principales sanclementinos en torno a la defensa de intereses comunes frente a su antigua aldea de Vara de Rey, no existía tal consenso en otros temas. Las rivalidades entre las principales familias sanclementinas se manifestaba en que cada cual procuraba enviar a allegados a la Corte con el fin de defender intereses propios. Los regidores perpetuos intentaban asegurarse el control de los oficios de alcaldes, revocando la elección anual por suertes; los alcaldes ordinarios se quejaban del nombramiento del mayordomo de propios por los regidores (el cargo, que recaía en Pedro Hernández de Avilés, era simple testaferro de Cristóbal de Tébar).

El control de la elección del mayordomo de propios se había convertido en objeto de litigio. Si el control de la justicia, en manos de los alcaldes, era objetivo imposible para los regidores perpetuos, no ocurría así con el control de los bienes propios del concejo. Los regidores se habían arrogado el nombramiento del mayordomo, por quien pasaban las cuentas finales de los arrendamientos de los bienes propios de la villa, pero también un negocio de más importancia como era el abasto de pan y carne para la villa y el control de las seis tiendas públicas. El mayordomo solía responder con sus bienes de su mala gestión o, lo que era más usual, de la apropiación indebida de caudales públicos. Pero no solo él, también aquellos que se comprometían con sus haciendas como fiadores. No era el caso en los últimos años, en los que el mayordomo, con la complicidad de los regidores, se obligaba sin necesidad de fiadores. El último mayordomo de propios, Juan de Robres (o Robles), andaba en busca y captura, en su huida se había llevado los caudales públicos del año 1546. Curiosamente , será uno de los principales acusadores en la residencia del bachiller Orozco. El mayordomo de 1547, Pedro Hernández de Avilés era amigo reconocido de Alonso Valenzuela, cuyos intereses defendía como procurador. En realidad, las cuentas desde el establecimiento de las regidurías perpetuas en 1543 no estaban auditadas, ejecutadas en el argot de la época, y eran ejemplo de malversación de la hacienda municipal. El remedio, que contaba con el consenso social de la mayoría (o al menos de los excluidos del poder), era garantizar la independencia de los alcaldes ordinarios y de la elección de los mismos.

Aunque se respetaba la elección por suertes, la apariencia democrática de este método, que parecía calcado del ágora ateniense, distaba de la realidad. Previamente a las suertes, había una votación, o simple amaño, en la que se seleccionaba a los aspirantes a entrar en el cántaro del sorteo. En las intrigas por esta selección previa participaban todos, especialmente los regidores perpetuos y los más ricos; pero a la altura de la segunda mitad de la década de los cuarenta el control de la elección por los regidores perpetuos iba siendo cada vez mayor. Parece que este control fue respondido por un grupo de notables, defensores de intereses propios, aunque la solución propuesta era revolucionaria: cualquier vecino podía entrar en suertes, sin intermediación de los oficiales concejiles. Las familias principales pusieron el grito en el cielo: eso era dejar la justicia en manos de gente inhábil e incapaz. El sentido de clase lo expresaron abiertamente los pachecos, herreros o castillos, pero otros como los origüelas, que de la mano de las dos ramas familiares, los tébar y los origüelas, empezaban a dominar el abasto de la villa, parecían callar.  Las divergencias entre las familias principales abrían las puertas a la democratización del gobierno municipal, en palabras de la época: que no elijiesen alcaldes e alguaçil los rregidores sino el pueblo.

Un hecho lo vino a enturbiar todo. El 27 de julio, el alcalde mayor bachiller Orozco ordena la prisión en la sala del ayuntamiento de los dos alcaldes ordinarios, Pascual de Valenzuela y Francisco Olivares, del alguacil mayor Pedro de Alarcón Fajardo y del regidor Alonso Valenzuela. Allí seguían presos el día treinta, cuando Alonso Valenzuela pidió su libertad atento que valoraba la pérdida por cada día de su prisión en dos ducados de oro y que no podía ejercer su oficio de carnicero fuera de la villa. Le siguió en la petición el alguacil mayor Pedro de Alarcón Fajardo. Argumentaban que el ayuntamiento de San Clemente solo pagaría la mitad de los gastos del viaje de Rodrigo Ocaña, la otra mitad correspondería al bachiller Francisco Rodríguez, que actuaba como apoderado de Francisco García y los hijos de Astudillo, por el encargo que había hecho a Rodrigo Ocaña de entender en la corte sobre cierto contencioso por heridas a un vecino de Alarcón llamado Luis de Guzmán, y del que estaba entendiendo un pesquisidor en la villa de San Clemente.

 Aunque en un primer  momento la orden de prisión del bachiller incluía a los alcaldes ordinarios, al alguacil mayor  y al mayordomo de propios, Pedro Hernández de Avilés, pronto éstos se desentendieron y decidieron librar de los propios del concejo la deuda de veinte mil maravedíes con el procurador Rodrigo de Ocaña y quedar así libres. Pero no actuó igual Alonso Valenzuela, que en una defensa de principios negaba la validez de cualquier libranza de los propios si no había sido decidida por el pleno del ayuntamiento. Quizás reconocía ahora el error de haber permitido el paso a la Corte de Rodrigo de Ocaña y haber traicionado los intereses de clase de la minoría de regidores de la que formaba parte. Su empecinamiento lo pagó con una prisión de cincuenta días. Hasta el doce de septiembre, el alcalde mayor Orozco no dictará auto de libertad de Alonso de Valenzuela, condicionado a no abandonar la villa. Además de la pérdida económica en su hacienda, el regidor Alonso Valenzuela verá la prisión como un agravio para su persona y esperará a la finalización del alcalde mayor Orozco en su cargo para exigirle responsabilidades.

Las diferencias entre Alonso Valenzuela y el alcalde mayor Orozco venían ya de antes, pues el primero se había visto inmerso en una pelea con los hijos y criados de Francisco Jiménez, uno de los vecinos ricos del pueblo, que tampoco rehuía las peleas. Baste recordar los sucesos de 1553. El alcalde mayor había sentenciado a Alonso Valenzuela a destierro de la villa y a una multa pecuniaria, pero éste había paralizado la ejecución de la pena, apelando a la Chancillería de Granada. El alcalde mayor, incapaz de ejecutar la pena, había decidido la prisión preventiva por la gravedad de los delitos. Alonso Valenzuela acusaba de parcialidad al bachiller Orozco, que ya se había pronunciado a favor de Rodrigo Ocaña y su madre con ocasión de unas deudas a la panadería, origen de las rivalidades. La enemistad entre ambos personajes se convirtió en odio de enemigos irreconciliables, cuando Alonso estuvo casi cincuenta días preso, del veintisiete de julio al doce de septiembre, por negarse a firmar la libranza de lo adeudado a Rodrigo de Ocaña. Si no estuvo más tiempo fue por el temor del bachiller Orozco a la llegada del nuevo gobernador Luis Godínez unos pocos días después.

Pero el contencioso entre el bachiller Orozco y el regidor Alonso de Valenzuela iba más allá de las diferencias personales, para mostrar todas la contradicciones de la sociedad sanclementina de mediados de siglo. De la relación de testigos declarantes en la residencia contra el bachiller Orozco se deduce que ninguno de los principales del pueblo se quedó al margen. Presentes estuvieron Francisco Pacheco, Miguel Vázquez de Haro, Juan del Castillo, Francisco de Herreros, Miguel de Herreros, Francisco García, Miguel López de Astudillo, Gregorio del Castillo, Hernando de Montoya, Francisco de Ortega, Cristóbal de Tébar, Gonzalo de Tébar, Juan de Robles, Pedro de Alarcón Fajardo o Pedro de Garnica. Una larga relación en la que faltan nombres, pero que muestra el interés que el pleito levantó en la sociedad sanclementina y las amistades y enemistades que suscitaba la persona de Alonso Valenzuela: un hijodalgo rico, que, como otros principales sanclementinos, había forjado su hacienda en el cultivo de viñas y la posesión de ganados. A ello unía el monopolio del abasto de la carnicería pública de la vecina localidad de Vara de Rey.

El juicio de residencia contra el bachiller Baltasar Orozco se celebró a comienzos de febrero de 1549 ante el nuevo alcalde mayor doctor Morales. Acusaban los testigos la entente formada por Rodrigo de Ocaña y el antiguo alcalde mayor Orozco, que ponían la justicia al servicio de sus intereses particulares. Se decía que el procurador Ocaña amañaba las situaciones y el alcalde mayor Orozco dictaba las sentencias en claro delito de prevaricación. En Las Pedroñeras habían ejecutado varios destierros, Juan de Robles decía ser víctima de su justicia por infundadas deudas al sobrino de Ocaña. Asimismo el alcalde mayor tenía fama de quedarse con una parte desproporcionada de las condenaciones de cámara y penas de justicia. Las denuncias alcanzaban al gobernador Suárez de Carvajal. Pero la principal acusación contra la justicia real venía del propio Alonso de Valenzuela, que acusaba al procurador Rodrigo de Ocaña de vender al pueblo, no defendiendo el fin de su comisión: la elección democrática y por suertes de los alcaldes ordinarios. Curiosamente se acusaba de prevaricación en defensa de los intereses particulares por aquellos regidores perpetuos que defendían un cerramiento del gobierno local a favor de sus intereses. El error de Baltasar Orozco y el gobernador Rodrigo Suárez de Carvajal fue ir en contra de los tiempos. Defendieron las viejas tradiciones políticas del pueblo en un momento en que el gobierno local se cerraba en pocas manos. Pero sería injusto achacarles que su gobierno fuera contra los intereses del pueblo. Simplemente en el conflicto de intereses del común de los vecinos con los ricos ganaderos del pueblo, apostaron por el común, apostando por una política en defensa de las viñas y opuesta a un desarrollo anárquico del ganado lanar. Es más, se intentó una generalización del cultivo de olivos, intercalando pies de esta planta en medio de los majuelos, que, como sabemos, fracasaría. Como fracasaría a la larga el intento de preservar la autonomía de los cargos electos de alcaldes frente a los regidores perpetuos.

Las acusaciones de prevaricación alcanzaban alto y apuntaban directamente a los Pacheco. Concretamente a Alonso Pacheco de Guzmán, regidor de la villa, que, por su matrimonio con Juana de Toledo, había unido el linaje de los Pacheco a los descendientes del alcaide de Alarcón Hernando del Castillo. Las alianzas familiares, alianzas de riqueza y poder, se iban cerrando más con el matrimonio del hijo de Alonso Pacheco, llamado Diego, con Isabel de los Herreros. Alonso Pacheco Guzmán fue acusado directamente por Juan de Robles el viejo, mayordomo de propios, de apropiación de los caudales de las panaderías públicas en connivencia con Rodrigo de Ocaña y sus familiares, que tuvieron a su cargo el abasto de pan de la villa de San Juan de 1546 a San Juan de 1547. El alcance contra Rodrigo de Ocaña ascendía a cien mil maravedíes. Parece que Alonso Pacheco, señor de los molinos de la Losa en el Júcar y de importantes propiedades cerealistas en torno a Rus llevaba en el pueblo una política propia, ajena a sus familiares de Minaya e independiente tanto de los intereses vinateros como ganaderos, pero de enorme peso en la política local. Su influencia hizo que Alonso Valenzuela quedara aislado a la hora de pedir responsabilidades a Rodrigo de Ocaña y su madre en el caso de malversación de las panaderías del pueblo, en el que Alonso Pacheco no debía ser ajeno a los cien mil maravedíes que reclamaba el concejo. Pero Alonso Pacheco, jugaba con demasiadas cartas en la mano. Ahora en el contencioso entre Rodrigo de Ocaña y Alonso Valenzuela, se mantiene intencionadamente al margen. Unos pocos años después le será imposible mantener esa neutralidad y se verá marginado de la política municipal, momentáneamente, junto a los Castillo.

Alonso de Valenzuela se había negado a dar su poder a Rodrigo de Ocaña, pero no era el único. Francisco de los Herreros y Hernando del Castillo habían protestado la marcha a la Corte de Rodrigo de Ocaña. Tanto Francisco de los Herreros como un hermano de Hernando, Francisco del Castillo, darían con sus huesos en la cárcel. El propio Hernando del Castillo sería preso en la cárcel cuatro meses por una pretendida deuda de diez ducados. Igual rigor de cárcel padeció otro vecino llamado Francisco Suárez de Figueroa.

La sentencia definitiva contra el bachiller Orozco vendría el veintiseis de abril de 1549, siendo condenado a treinta ducados más costas judiciales por haber encarcelado sin justificación a Alonso Valenzuela. La sentencia fue redactada por el alcalde mayor doctor Morales, alojado en la casa de Sancho López de los Herreros, pero su pronunciamiento había tenido lugar catorce días antes en la ciudad de Chinchilla. No aceptó la sentencia el alcalde mayor Orozco, que apeló ante el Consejo Real. Defendía su causa, su hermano Gaspar Orozco. Pero si los oficiales reales tenían quien defendiera su causa ante la Corte, no iban a la zaga los ricos sanclementinos. De la causa de Alonso Valenzuela se hizo cargo el licenciado Juan Guedeja, vecino del pueblo, antiguo procurador de la villa (como tal recibía salario de los propios sin ejercer hasta que el ayuntamiento se quejó en noviembre de 1549) y ahora relator en Valladolid ante el Consejo Real. La sentencia definitiva, dada en Valladolid el 26 de septiembre de 1549, daría la razón a Alonso de Valenzuela.


Sentencia del Consejo Real de 26 de septiembre de 1549
AGS. CRC. 394-5

 El bachiller Orozco había perdido el caso. Las causas de su fracaso las manifestaba su hermano Gaspar en la petición de revisión del caso: el antiguo alcalde mayor alegaba indefensión, pues debía defender su caso desde Huete, a catorce leguas de San Clemente, temeroso de pisar tierra sanclementina, donde tenía demasiados enemigos. Ni siquiera pudo rescatar el proceso por el que había condenado a Alonso Valenzuela, pues aunque los autos habían pasado ante el escribano Ginés de Garnica, ahora obraban en manos de Juan Rosillo, nuevo escribano del ayuntamiento, que decía no saber nada del pleito. Juan Rosillo ocupaba uno de esos cargos añales, cuyo nombramiento recaía en manos de los regidores perpetuos y a cuyo servicio estaba. Esta era la gran carencia del gobierno del Marquesado de Villena: la inexistencia de escribanos propios por la justicia real ante quien pasaran sus autos judiciales. Así los pleitos quedaban en los pueblos en manos de escribanos, comúnmente simples testaferros de las oligarquías locales, que procuraban dejar en agua de borrajas las querellas. Los intentos de crear un escribano de provincia al servicio del gobernador y sus alcaldes mayores fracasaría en la década siguiente.

La villa de San Clemente le gusta reivindicarse como capital del Marquesado de Villena. Sin duda,era una de las principales, y en ellas se centraba la actividad política de la parte norte de la gobernación. Pero distaba mucho de ser la sede de una organización política permanente. Si algo definía a las figuras políticas del gobernador y del alcalde mayor era su carácter itinerante y el escaso arraigo en las poblaciones. Una de las condiciones de su nombramiento, que ahora sí se cumple, era ser no natural de las villas para ocupar cargos de la gobernación. El bachiller Baltasar de Orozco, alcalde mayor en 1647, era vecino de Huete. Su intento de actuar con independencia respecto a las familias principales lo pagó con el odio generalizado de todas, que le llevó a una actuación judicial, en palabras de la época, apasionada, y al encarcelamiento de varios vecinos principales. Su intento de independencia, acabó en parcialidad con Rodrigo de Ocaña. No fue el único y es que la situación predisponía. Tanto alcalde mayores como gobernadores, en su itinerancia y sin sede fija, acababan siendo alojados en las villas por aquellos vecinos ricos, interesados en influir en sus decisiones. Rodrigo Juárez de Carvajal fue gobernador del Marquesado de Villena hasta septiembre de 1548. Las estancias del gobernador en San Clemente eran largas, pero no tenía fijada su sede en esta villa; en octubre de 1547, aparece alojado de posada en las casas de la mujer de Antón García Moreno. De Luis Godínez de Alcaraz, su sucesor, no conocemos su posada, pero una y otra vez vemos a su vera y como sombra inseparable al regidor Hernando del Castillo. Su alcalde mayor, doctor Morales, se alojaba en la casa de Sancho López de los Herreros.

La residencia en casas particulares era motivo circunstancial de dependencia al servicio de intereses particulares de las autoridades del Marquesado, pero también de garantía de su independencia. La audiencia de los gobernadores y alcaldes mayores se establecía en sus propias casas de posada, ajena a la justicia que los alcaldes ordinarios impartían en las salas del ayuntamiento. En un principio, los gobernadores compartían tal oficio con el de jueces de residencia para juzgar la acción de sus antecesores, que poco, podían haber hecho en los escasos tres años que duraba su mandato (la norma era que no se llegase a culminar este plazo). Estos juicios de residencia son un  testimonio de primer orden de las disputas que se vivían en los pueblos del Marquesado y de las intromisiones de una justicia real que pocas veces alcanzaba a ver el juego de intereses económicos que andaban detrás de las aparentes luchas banderizas. Las amistades y enemistades en las villas de San Clemente eran muy mutables y poco tenían que ver con la vecindad o con el parentesco, sino que fluctuaban con la contradicción de intereses (otras veces complementarios) de vinateros, cerealistas, ganaderos, abastecedores de los tiendas públicas, tenderos, escribanos y leguleyos ( que en ocasiones eran procuradores con enorme influencia en la Corte y Chancillería), pero también de pequeños propietarios o simples jornaleros o pastores, que veían en el mantenimiento de una justicia propia, de alcaldes elegidos por suertes, la mejor garantía de sus derechos frente a los ricos. Pero esa defensa del bien común ya no solo se la arrogaban los alcaldes ordinarios, que, al fin y al cabo, eran los depositarios de la justicia real,  por los privilegios de villazgos obtenidos o confirmados en tiempo de los Reyes Católicos, cuando pasaron a ser villas de realengo, sino que ahora, cuando la justicia en primera instancia de los alcaldes ordinarios aparecía más debilitada por las intromisiones de los ricos, el común de los vecinos ponía sus esperanzas en la justicia del gobernador. Así la vieja figura itinerante comienza  a convertirse en una organización de gobierno y justicia más estable. No solamente por el carácter más sedentario de sus dos alcaldes mayores en San Clemente y Chinchilla, sino por la mayor complejidad del alguacilazgo y por la dotación de un escribano que, dando el salto desde su naturaleza de escribano de residencia, se pretende de provincia y ante quien pasan las apelaciones de la justicia ordinaria o las propias intervenciones del gobernador en primera instancia cuando está presente en las villas.

Sin embargo, esta apuesta de la Corona por hacer del gobernador, dotado de escribano propio, un garante del interés general o bien común de la república chocará con todos. Los alcaldes ordinarios no habían perdido todavía su legitimidad ante el común en las rencillas entre bandos, aunque su debilidad en el juego de intereses locales era vista por los principales, detentadores de las regidurías perpetuas, como una oportunidad de convertirlos en cargos añales a su servicio. Ni qué decir tiene que esto era deseo más que realidad y fuente de innumerables conflictos en unas comunidades rurales rotas. Correspondía a la pericia del gobernador mantener su neutralidad para garantizar el equilibrio, algo imposible si tenemos en cuenta dos de las principales funciones que tenía encomendadas: el reclutamiento militar y la exacción fiscal. La expedición militar a Francia en 1543 fue muy mal vista en el Marquesado por la aportación de hombres, que no llegaron a luchar, y de dineros; peor vista sería la recaudación fiscal coincidiendo con las plagas de langosta de 1547 y 1548. Aunque en un primer momento hubo condonación de tributos y un préstamo de seis mil ducados para luchar contra la plaga, en los años inmediatamente posteriores se exigió la devolución hasta el último de los maravedíes. Para garantizar la recaudación fiscal, en la plaza de la Iglesia, en la casa situada en la esquina que linda con la cuesta de Iranzo, Diego de Ávalos estableció las arcas en las que se debía depositar la recaudación de los pueblos del Marquesado. Los odios que podían despertar los ricos de los pueblos pronto se trasladaron hacia las instituciones incipientes de la Corona y hacia aquellos, caso de los hermanos Castillo, para la villa de San Clemente, que apoyaban su acción centralizadora.



AGS. CONSEJO REAL DE CASTILLA. 394-5. Alonso Valenzuela contra el alcalde mayor Baltasar Orozco. 1547-1550


Testigos favorables a Alonso Valenzuela (1549)

Juan de Robles, 37 años
Juan de Robles, padre, más de 50 años
Ginés de Garnica, 26 años
Juan del Castillo, 23 años
Miguel Vázquez de Haro, 36 años
Sancho López de los Herreros, 65 años
Rodrigo López, 60 años
Julián de Sedeño, 27 años
Francisco de los Herreros, 40 años
Francisco de Ortega, 21 años
Pedro de Garnica, 44 años
Pedro de Alarcón Fajardo, 32 años
Francisco Pacheco el cojo, regidor de la villa de San Clemente y señor de Minaya, 50 años
Alonso García, 50 años
Andrés González, 43 años
Francisco García, 49 años
Gonzalo de Tébar, 42 años
Francisco Juárez de Figueroa, 47 años

domingo, 31 de diciembre de 2017

Las viñas de San Clemente y el esplendor de la villa en el Siglo de Oro

Paisaje en Casas de Fernando Alonso, aldea de San Clemente
Aquella pequeña villa, que apenas llegaba a las mil almas a la muerte de Isabel la Católica, se había convertido en uno de los principales centros políticos de Castilla a mediados del quinientos. Tal era la villa de San Clemente, que tras un despegue económico asombroso en las primeras cuatro décadas del siglo, pretendía ahora convertirse en centro político del antiguo Marquesado de Villena, invitando al gobernador a fijar su sede en la villa o, de la mano de Diego de Ávalos, centralizando la recaudación de las rentas reales.

Las cuatro primeras décadas del siglo XVI se nos quedan en la penumbra. Apenas unas pinceladas: la lucha por la libertad de la villa frente a los hermanos Castillo; las disputas entre pecheros y nobles por el poder local, o quizás sería mejor decir las intrigas de los ricos, ya pecheros ya hidalgos; la intromisión interesada de la Inquisición al final de la segunda década en estas riñas; una rebelión de las Comunidades en la que los sanclementinos tomaron partido frente al Emperador, y de las que apenas si sabemos nada, para acabar rindiendo pleitesía como feudatarios a la Emperatriz Isabel; periodo que pasa por el de mayor esplendor de la villa, pero que nos es completamente desconocido.

¿Por qué sabemos tan poco de la historia de la villa de San Clemente en los primeros cuarenta años del quinientos? Obviamente por la escasez de documentos, valga como muestra que las actas municipales, que hasta el fin de la Edad Moderna se conservaron fielmente y encuadernaron en pergamino diligentemente, han desaparecido hasta el año 1548. Pero quizás hay una razón de más peso: la sociedad sanclementina trabajaba abnegadamente. No buscaba su reconocimiento en los papeles sino en sus obras, improvisando un espacio urbano que se presentaba como aglomeración de casas, donde cada cual luchaba porque la suya fuera más principal. Hasta San Clemente llegaban las carretas de la ciudad de Cuenca, repletas de madera; más cercana se encontraba la piedra, en su aldea de Vara de Rey; desde 1537, villa. Como amalgama de casas se fue definiendo el espacio urbano, en anárquica y sucesiva ordenación perimetral en torno al centro espiritual de la Parroquia de Santiago, solo en la segunda mitad del siglo se plantea la creación de espacios urbanos: la cicatería de su patriciado urbano, capaz de echar por tierra las megalomanías constructivas de Vandelvira,  e imponer un proyecto edilicio, donde la iglesia, cortada a chaflán, se disfraza de palacio para rendirse ante el espacio público de una plaza mayor, que a su vez se rinde o rendirá al monumental ayuntamiento.

¿Cómo fue posible el milagro? No fue milagro, sino persistencia y duro esfuerzo de un pueblo de campesinos. Pero la tierra no ayudaba. Los sanclementinos parecieron inclinarse en un principio por la ganadería, hasta cien mil cabezas se dice que disponían hacia 1530, si bien es verdad que el recuento incluía a Vara de Rey, Sisante o Pozoamargo. Los problemas con los pueblos aledaños se presentan como conflictos de unos propietarios de ganados que ansían los antiguos comunales de la Tierra de Alarcón. Son conocidas las apetencias de los sanclementinos por los pinares jareños, también los conflictos con Cañavate o La Alberca por términos. Sin embargo, la gran apuesta de la villa de San Clemente fue por la tierra. Sus campos roturados eran poco propicios para el cultivo de cereales, el trigo de San Clemente era rubión, dirán sus vecinos santamarieños. Las zonas más aptas para el cultivo del cereal eran las tierras del norte, donde estaban también las zonas de monte. Eran zonas, tal que Perona, donde se concentraban las propiedades de los vecinos principales, como los Castillo.  La poca pluviosidad, unida a unos suelos pobres y pocos profundos, necesitados del barbecho y el correspondiente descanso, daba un escaso rendimiento por grano sembrado. Aún así, los suelos arcillosos del norte toleran el cultivo de cereal, algo imposible en los suelos arenosos del centro y sur del término. No importaba, el trigo que faltaba se podía buscar en la aldea dependiente de Vara de Rey o las villas vecinas de Santa María del Campo o Villarrobledo. San Clemente se pudo dedicar al único cultivo para el que eran aptas sus tierras: las viñas. Las viejas quejas de fines del cuatrocientos por las usurpaciones de la tierra parecen desaparecer a comienzos del nuevo siglo. Las luchas continuaron, pero quedaron ensombrecidas por continuo esfuerzo de unos hombres que roturaban tierras de escasa calidad como tierras de pan llevar, pero aptas para la vid. San Clemente no cultivaba sus campos para comer, plantaba vides para vender vino. Sus habitantes ni buscaban la subsistencia del pequeño propietario ni el acaparamiento del labrador rico, simplemente esperaban la vendimia y los pingües beneficios de la venta de su vino. Los sanclementinos no estaban atados a la tierra como esos otros agricultores de las tierras de pan llevar. El estacional trabajo de las viñas les procuraba tiempo para otras cosas.

En los terrenos rojizos del sur y centro del pueblo, formados de arenisca y guijarros, se levantarían desde comienzos del quinientos las enormes extensiones de viñedos. El clima ayudaba, dando un grano de uva, rico en azúcar y pobre en acidez, de buena gradación alcohólica . El proceso de plantación de viñas fue muy rápido. La única limitación que encontró fue la necesidad de la villa de contar con un pinar propio de una legua de largo, el Pinar Viejo, que se comenzó a plantar en los años cuarenta, tras la pérdida de la jurisdicción sobre aldea de Vara de Rey y, en consecuencia, la del pinar del Azraque, situado en su término, en los lugares llamados las Torcas y el Horno Negro. El auge de la villa de San Clemente va ligado a sus viñas, y su crisis a la desaparición de sus majuelos.

Hoy vemos el paisaje sanclementino inundado de viñas; su existencia es reciente y debe mucho a la creación de la Cooperativa de Nuestra Señora de Rus en 1945. Pero hasta esa fecha fue un cultivo marginal, que apenas, tal como nos señala el amirallamiento de 1880, suponía el cuatro por ciento de la superficie cultivada. La ruina de las viñas sanclementinas ya se vislumbró con la decisión del concejo de 1580, que prohibieron la plantación de más vides, y se agudizó con la crisis del granero villarrobletano a comienzos del seiscientos, que obligó a la villa de San Clemente a abandonar el monocultivo y adaptar su economía a una agricultura más diversificada y apoyada en el cereal para garantizar la alimentación de sus habitantes. Aunque el declinar de las viñas ya se presentó sus primeros síntomas desde 1550, cuando los peones exigieron más salarios y mejores condiciones de trabajo, que redujeron la ganancia de los propietarios, y cuando una nueva hornada de propietarios de ganados, privados de los pastos en los pueblos comarcanos, frenaron la expansión de los viñedos. Después vendría la citada crisis de inicios del seiscientos y, en las décadas siguientes, una política impositiva con el servicio de millones muy dura, que acabó con la rentabilidad del vino.

La decadencia de las viñas hizo a San Clemente más pobre, pero también más desigual. Los mayorazgos de los Pacheco en Santiago de la Torre, con más de siete mil celemines (algo más de dos mil de cultivo de cereal y el resto de dehesas); de los Ortega, luego marqueses de Valdeguerrero, en Villar de Cantos, diez mil almudes (cerca de cuatro mil de cereal y el resto de dehesas), o de los marqueses de Valera en Perona, 3.500 almudes, daban fe la concentración de la propiedad en pocas manos y del monocultivo del cereal.

La realidad que nos presenta el catastro de Ensenada en 1752 es de absoluto predominio de las tierras de cereal, que de forma brutal han suplantado a las viñas en el paisaje agrario. De los 81.000 almudes de labrantío en el término de San Clemente, 71.000 almudes corresponden a tierras de cereal y apenas dos mil cuatrocientos almudes al cultivo de la vid. Algo similar ocurre en las aldeas. Casas de Fernando Alonso, donde el doctor Tébar cedió cincuenta mil vides en la finca de las Cruces para la fundación del Colegio de la Compañía de Jesús, las viñas apenas si ocupan 300 almudes de los 1.300 las tierras labradas. El espacio ocupado por la viñas en Casas de los Pinos y Casas de Haro es similar, pero sobre un espacio labrado mayor de 3.200 y 3.400 almudes, respectivamente.

El paisaje agrario de 1752 hubiera sido completamente ajeno a un sanclementino de doscientos años antes. Don Diego Torrente, de un modo aventurado, hacía sus cálculos sobre la abundancia de viñas a mediados de la década de los  cuarenta del siglo XVI, cuando el gobernador Sánchez de Carvajal ordenó plantar cuatro pies de olivos por cada ochocientas vides existentes en una aranzada de tierra; teniendo en cuenta que se plantaron cuarenta mil olivos, la cifra de vides resultantes es de ocho millones. Si nosotros seguimos con estos aventurados cálculos, podemos deducir que la superficie de aranzadas ocupadas por las viñas era de diez mil; reducida esta medida a almudes, la superficie ocupada por los viñedos ascendía a cerca de 14.000 almudes, unas 4.500 hectáreas, una superficie superior en cuatro veces a la existente doscientos años después e inferior a la de veinte años después, tal como informaban los testigos. Es posible que el terreno cultivado fuera mayor, pues la plantación de viñas continuó bien entrada la segunda mitad del siglo XVI al amparo de unas ordenanzas concejiles muy proteccionistas con la vid, que impedía la venta de majuelos si no era con la obligación de mantener ese cultivo.  A los ojos de los contemporáneos los viñedos, especialmente en la zona del sur del término sanclementino, se extendían con una continuidad donde cada majuelo lindaba con otros. En esa homogeneidad del cultivo jugaba el interés de los propietarios que evitaban los corredores entre las viñas y mucho menos los campos de cereales que pudieran servir de paso o agostaderos para los ganados.

Los contemporáneos se referían a las viñas como la principal granjería de la villa. El valor de la superficie que ocupaban los majuelos se entiende mejor si pensamos que la superficie ocupada por los cereales estaba sometida a prolongados períodos de barbecho, habitualmente de dos años, que mermaba la superficie real de cereal a la mitad o a la tercera parte. El procurador Juan Guerra declaraba el valor de la producción vitivinícola en la riqueza de la villa, que abastecía de vino a las regiones vecinas
por ser la principal grangería e hazienda de los vezinos de la dicha villa el vino que en su término se coje por ser bueno, del qual se bastecen las ciudades e villas comarcanas del marquesado de Villena e de la serranía de Quenca e aún se provehe el rreyno de Murcia por ser como está dicho muy bueno y muy saludable (2)
A las relaciones de comarcas aportadas por Juan Guerra, habría que añadir las tierras de Alcaraz e incluir entre las villas del Marquesado que se abastecían de vino sanclementino a Villanueva de la Jara, Iniesta o la propia Albacete. En la exportación del vino concurrían dos razones: la enorme cantidad producida y la poca pericia de la época en su conservación. El vino se daña presto, se decía; obligando a tirar el vino no consumido. El negocio del vino se fundaba entonces más en la cantidad que en la calidad, basado en la comercialización de ingentes cantidades de vino joven,que apenas si alcanzaba, para el año de 1545, el precio de un real por arroba vendida. De la extensión del cultivo de viñedos ya tenemos pruebas a comienzos del  quinientos. Una de las personas que hizo fortuna con el vino fue Antón García. De la descripción detallada de sus bienes se desprende que poseía ya en el año 1508

e que el dicho Antón Garçía tiene en esta villa e sus términos los bienes syguientes rrayzes: unas casas en esta calle donde biue, alinde de casas de Juan de Yuste, clérigo, e de Alonso Barvero en la calle pública, que puede valer quarenta mill mrs. (sesenta mil mrs. según Juan López de Perona) e un majuelo çerca la cañada alinde de majuelo de Juan Picaço e Françisco de los Herreros de çinco arançadas e media que puede valer a justa e comunal estimaçión quarenta mill mrs. e otro majuelo en la senda de el Medianil de dos arançadas e tres quartillos. alinde de viñas de juan del Castillo, que puede valer veynte mill mrs. e otro majuelo en las Pinuelas de tres arançadas, alinde de viñas de Juan Cantero e Juan Sánchez el viejo, que puede valer quinze mill mrs. e otros dos pedaços de viñas, uno alinde de Pedro Rruyz de Segouia e otro alinde de Luys Sánchez de Orihuela que podrá valer çinco mill mrs. e çiertas tierras que heredó de su suegro, que no sabe todos los alindes en término de esta villa que pueden valer poco más o menos syete o ocho mil mrs. e allende desto sabe que es honbre que tyene buen abono de ganados e otros bienes muebles (3)
A los cinco majuelos que poseía Antón García habría que añadir otra viña aportada por su mujer como dote matrimonial. Su hacienda debía aproximarse a las quince aranzadas, es decir, unas doce mil vides. Era una de las personas atrevidas que a comienzos de siglo se decantó por el vino, que por el valor de las tierras tenía una rentabilidad superior a esas otras tierras heredadas de su suegro. La aranzada de cepas se valoraba en aquella época en cinco u ocho mil maravedíes, dependiendo de la calidad de las tierras.

Desgraciadamente las escrituras notariales conservadas, reflejando los actos de compra y venta, son escasas, pero llamativamente la primera que se nos conserva del año 1536 es la venta de un majuelo. Más allá de la anécdota, el dato viene corroborado por la representación que Pedro Barriga hizo ante el Consejo de la Emperatriz Isabel en diciembre de 1530, año en el que las viñas se habían quemado y las vendimias estaban perdidas. Se reconocía que en una villa de ochocientos vecinos, apenas cien familias era labradoras, sustentadas por las tierras de pan llevar, el resto, en su mayoría, vivía de la granjería de la viñas (5). La documentación existente en Simancas y en El Escorial sobre tercias reales nos refieren un valor de más de dos mil arrobas para las tercias del vino (6). Estaríamos hablando de una producción de cien mil arrobas de vino para la villa de San Clemente. Cifra muy corta, pues los datos que disponemos sobre averiguación de fraudes en las rentas reales nos dicen que apenas si se declaraba un veinte por ciento de la riqueza. El fraude del vino tiene más razón de ser si pensamos que los clérigos, parte interesada en las rentas decimales, formaban uno de los principales grupos propietarios de viñas.

Si comparamos las cifras de las tercias de San Clemente con las conocidas de Albacete para los años ochenta se constata el dominio apabullante en el caso albaceteño de la producción ganadera y cerealista. El valor de las tercias de Albacete ascendía a 725.700 maravedíes por 261.105 maravedíes que valían las tercias de San Clemente. Basta comparar, fraudes aparte, las 140 cabezas de ganado de las tercias de San Clemente con las más de 1.000 cabezas de Albacete o las 500 fanegas de granos de tercias (215 y 237 fanegas de trigo y cebada) de la primera con las 580 fanegas de trigo, 738 fanegas de cebada y 48 fanegas de centeno de la segunda villa. Datos aportados en el caso de Albacete para  1582 y  el año 1581 para San Clemente.

La dependencia en granos de San Clemente era clara, su limitado desarrollo ganadero en comparación con Albacete también. Cuando San Clemente intentó a finales de siglo el desarrollo ganadero llevando sus ovejas de los pastos comunes de la tierra de Alarcón a integrarse en los circuitos trashumantes que tenían por extremos los pastos de Chinchilla y los valles de Murcia obtuvo por respuesta las cortapisas de Albacete. Valga como ejemplo la exigencia de derechos aduaneros por pasar las ovejas los límites de las diez leguas de la raya de los Reinos de Aragón.

Y sin embargo, San Clemente tenía una ventaja en la producción vinícola. El valor de las tercias de vino y cargas de uva rondaba en esta villa las 2.000 arrobas. Aunque no disponemos de datos del valor en especie del producto de la uva de Albacete, sabemos que traducido el producto de las tercias a dinero era de 39.627 maravedíes por los 124.000 maravedíes de San Clemente; es más la alcabala cobrada por las ventas del vino, alcanzaban en San Clemente los 454.600 maravedíes por los 60.250 de la villa de Albacete. El año 1581, el valor de las tercias de San Clemente fue de 1504 arrobas (¿hecho circunstancial por mala cosecha, cifras que reflejan el fraude o bajada en la producción respecto a las 2000 arrobas de 1552) y ciento treinta y nueva cargas de uva, que se vendieron a dos reales la arroba de vino y dos y medio la carga de uva, duplicando el precio de treinta años antes.

La plantación de viñas continuaba a buen ritmo en la década de los sesenta, pero los intereses de los viticultores estaban entrando en colisión con los dueños de ganados, los hombres más ricos de la villa, que, además dominaban el gobierno municipal. Fue el año de 1562, cuando este dominio del gobierno local por los ganaderos se quebró, con el acceso a los cargos municipales de hombres más próximos a los intereses de los viticultores. Las tensiones en el ayuntamiento se reflejaron en la vida cotidiana. Juan de Oma se quejaba de que los ganados del escribano Ginés Sainz se comían sus viñas.  Aunque el más odiado era Francisco Rosillo, cuyos ganados pastaban por viñas y cebadales con total impunidad. Los dueños de viñas se aprestaron a poner por sus propios medios las guardas que no ponía el ayuntamiento para la conservación de las viñas propias, amenazando con tomarse la justicia por su mano y descalabrar a algún ganadero. Se temía que los ganados se comieran los zarcillos y hojas de las vides, pero más aún la propagación de un gusano que acababa con la planta. Era el llamado gusano blanco, que se desarrollaba en el estiércol dejado por los ganados en las villas, comiéndose los brotes de los sarmientos. La epidemia era causa, para algunos testigos, de la escasez de vino obtenido en los últimos años. Menos sentido tiene culpar a los ganados de la ruina del olivar, que se plantó entre las cepas en los años cuarenta. El olivo es un árbol que necesita de veinte años para dar fruto. El caso es que de los treinta o cuarenta mil pies de olivos que se habían plantado una quincena de años antes, en 1562 apenas si quedaban unos pocos. La causa era que el clima de San Clemente es demasiado extremo para este cultivo.

Entre las quejas de los vinateros contra los ganaderos estaba el aprovechamiento del Pinar Viejo. Dicho pinar había sido plantado en los años cuarenta para poner fin a la escasez de leña que padecía la villa (más acuciante desde la pérdida del pinar de su antigua aldea de Vara de Rey). Los propietarios de viñas cedieron a la expropiación de tierras para la plantación de pinos, pensando en el bien común de los vecinos y, especialmente, en la indemnización de 1500 ducados que se les prometió. Veinte años después, tal como nos cuenta el regidor Antón de Ávalos, no habían recibido compensación alguna, a pesar de lo cual se había iniciado en esos años la plantación de otro pinar llamado Nuevo. Pero lo más sangrante para los propietarios de majuelos era que el aprovechamiento principal del pinar era como lugar de refugio de los ganados, desde donde se internaban en las viñas. Traemos a colación el testimonio de Antón de Ávalos por su objetividad. A Antón de Ávalos le unía amistad con Francisco Rosillo (acusado como él de intentar matar en 1553 al alcalde Hernando de Montoya, ganadero como ellos), que vio embargada cuatrocientas cabezas de ganado por el intento de linchamiento. Claro que el conflicto entre ganaderos y viticultores era algo más complejo que enfrentamiento entre grupos diferenciados. Algunos de los vecinos veían en las viñas y los ganados, intereses complementarios. El principal acusado de intentar matar al alcalde Hernando de Montoya en 1553 fue Francisco Jiménez, el padre de Antón de Ávalos, que desde el 24 de junio se había hecho con el abasto de las carnicerías de la villa. Fue en la carnicería donde surgió la disputa por un trozo de vaca, riña que acabó violentamente. Tanto Francisco Jiménez como Hernando Montoya tenían en común la composición dual de su patrimonio, presente en los bienes embargados a Francisco Jiménez: mil cabezas de ganado lanar y cabrío, cuarenta arrobas de lana prieta y seiscientas arrobas de vino en veinte tinajas.

Aunque los sucesos de 1553 contaran con una víctima y unos agresores dueños de ganados, la lucha de bandos se desató entre la gente del Arrabal, encabezada por la familia Origüela, y los hijos de una generación de ganaderos, llamados a ocupar el poder municipal en los años siguientes. Entre los jóvenes que participaron en las reyertas e implicados en el intento de asesinato del alcalde Hernando de Montoya estaban los futuros regidores y ganaderos de la villa de San Clemente: el mencionado Antón de Ávalos, los Rosillo, Antón Barriga, Diego de Alfaro (hijo de Alonso de Oropesa) o Antón García de Monteagudo.

Las fallidas ordenanzas de 1562 intentaban dar salida al conflicto entre vinateros y ganaderos. Fueron confirmadas por concejo abierto y ratificadas por el gobernador del Marquesado, Carlos de Guevara, que, guiado por la bien común, echó atrás el intento de los regidores de asignarse un salario de tres mil maravedíes al año por las visitas a las viñas y montes, pues tal como decía el gobernador ni el trabajo de las tales visitas es tanto ny menos la dicha villa tan rrica de propios.


Encabezamiento de las Ordenanzas de San Clemente de 1562
AGS, CRC, 493-1


La voz de los intereses de los propietarios de viñas la puso Diego Sánchez de Origüela, que se quejaba como la voluntad del pueblo, expresada en concejo abierto era negada por algunos regidores, con intereses ganaderos, que contradecían las ordenanzas aprobadas por el común de los vecinos. Diego Sánchez de Origüela prestaba su voz al clan de los Origüela, con fuertes intereses en el sector del vino (Pedro de Tébar, Pedro Hernández de Avilés, Andrés González de Avilés o Francisco de la Carrera) y a otros vinateros como Francisco de la Fuente Zomeño, Alonso de la Fuente Zapata, Luis de Alarcón Fajardo, Miguel López de Vicen López, Cristóbal del Castillo, escribano, Francisco del Castillo Villaseñor, escribano, o Ginés del Campillo, pero también a otros cuyos intereses en el negocio del vino los complementaban con la posesión de ganados, tales eran Francisco Rosillo (que camaleonicamente pasaba de denunciado a acusador), Alonso Rosillo, Antón Montoya o Diego de Alfaro. Destacar entre los propietarios de viñas el grupo de los escribanos que invertían los ingresos generados en sus oficios en la compra de majuelos. Aunque el sentido de las inversiones cambiaban con los tiempos, el escribano Miguel Sevillano poseía una hacienda de majuelos heredada de sus suegros Juan de Robledo y María de Montoya, pero supo deslizarse con habilidad hacia el campo ganadero.

Nos puede parecer una contradicción que los dueños de ganados estuvieran entre los más importantes propietarios de viñas. Pero tal contradicción no era tal, pues los ganaderos introducían los ganados en sus propias viñas. Era contra esta práctica contra la que iban las ordenanzas de 1562, pues al estar las viñas juntas o separadas por angostas sendas, los ganados acababan comiéndose viñas de los vecinos. El peligro era denunciado fundamentalmente por los pequeños propietarios de majuelos, que además de la desconfianza con la que veían la concentración de propiedades en pocas manos, veían día a día el peligro de ruina de sus haciendas, amenazadas por los principales beneficiarios de las compras, poseedores de ganados.

Las ordenanzas de 26 de febrero de 1562 tenían por objetivo la guarda de las viñas, pero fueron justificadas por la necesidad de guardar los pinares recién plantados y la salvaguarda de unos olivares imprescindibles para una villa necesitada de aceite. Aunque iban mucho más allá. comenzaban por denunciar las ausencias de encinares en el término municipal y recordaba como las carrascas de las dehesas estaban aniquiladas, especialmente en la zona norte y los términos de las aldeas de Perona y Villar de Cantos, donde los ricos del pueblo concentraban sus tierras. A las viejas ordenanzas que regulaban la corta de leña o recogida de la bellota únicamente con licencia o albalá del ayuntamiento, se unían ahora nuevas regulaciones mas punitivas para la conservación de los pinares y olivares. En el caso de los olivos, las penas iban de los doscientos maravedíes por la corta de ramas a los cuatrocientos por comerse los árboles, ochocientos por arrancar un pie de árbol, y hasta mil maravedíes para los propietarios que entraran con más de cien cabezas de ganado.

Las ordenanzas de 1562 se detenían especialmente en uno de sus capítulos en las viñas, por ser la prinçipal grangería de la villa. Don Diego Torrente Pérez examinó el expediente sobre dichas ordenanzas existente en Simancas, donde fueron enviadas para su confirmación por el Consejo Real (8). Aunque transcribió algunas probanzas de testigos, no lo hizo con las ordenanzas. La razón es la dificultad de lectura que presentan por el deterioro y calado de las tintas ferrogálicas, que por su acidez superponen la escritura del haz y del envés de los folios. En realidad las ordenanzas son las mismas que las existentes en el Archivo Histórico de San Clemente, confirmadas por el Consejo Real en 1584, con la salvedad, que, a instancias del gobernador Carlos de Guevara, se suprimieron las ordenanzas 16, 17 y 20. En estas ordenanzas de 1584 falta la cabecera de las mismas, cuya imagen reproducimos supra. Dichas ordenanzas en lo referente a viñas venían a mandar que se penara con cinco sueldos, de a ocho maravedíes y medio, por cada tres vides con fruto que el ganado comiere. La pena iba íntegra para el dueño de la viña perjudicado. El problema radicaba en que por tradición las viñas sin fruto comidas por el ganado no se penaba. Una vez acabada la vendimia, las grandes propietarios de viñas, que lo eran también de ganados, entraban sus ovejas en los viñedos cual si fueran agostaderos o campos adehesados y se comían los pámpanos o sarmientos de las vides propias y, por ser colindantes los majuelos, de los ajenos, incluyendo obviamente los olivares recién plantados. La práctica de los ganaderos perjudicaba a una población pobre, que acabada la vendimia recogía las uvas residuales que quedaban en las cepas. Por esa razón, se establecieron las mismas penas tanto para las viñas con fruto o sin fruto, pero se añadió que el atrevimiento de entrar en las dichas viñas con manadas de más de cien cabeças, y haga daño o no lo haga, por cada una vez que entrare de día en cada viña, mill mrs.; y si fuere manada de cien cabeças abaxo, por cada una vez que entrare de día, pague por cada cabeça diez mrs. Las penas se doblaban de noche y se repartían en tres tercios entre dueño de villa, denunciador, que solía ser el anterior, y juez que sentenciare.

Los veinte años que tardaron en ser confirmadas las ordenanzas dan fe del conflicto de intereses entre ganaderos y vinateros. Tal confirmación en fecha tan tardía llegaba demasiado tarde. El intento regeneracionista de la agricultura de San Clemente de mediados de siglo había fracasado. El intento de autarquía en el abasto de aceite había fracasado, los azafranales que se plantaron hacia 1550 fueron pisoteados y destrozados por los ganados. Tan solo los pinares Viejo y Nuevo aguantaron, en un legado que ha llegado hasta nuestros días, pero las dehesas del norte del pueblo fueron arrasadas, cuando no vendidas, caso de Villar de Cantos a ricas familias, como los Ortega. Pero ganados y viñas continuaron con un crecimiento desordenado, donde podía más la ambición de enriquecimiento de los ricos que la explotación racional de la tierra.  La uva se comenzaba a coger antes de madurar. El ayuntamiento de 3 de septiembre de 1580 intentaba extender el carácter religioso de la fiesta de la Vera Cruz del 14 de septiembre a un día que fijara el desvedamiento para vendimiar la uva. Aunque lo peor de todo fue la extensión de la vid a terrenos con suelo de mejor calidad, pero no aptos para el cultivo de la vid y hasta entonces ocupados por el cereal. La pérdida de calidad de la uva, vino acompañada con una mengua de las cosechas de trigo, justo en un momento en que el granero villarrobletano (que también había extendido su cultivo de trigo a suelos pobres) entraba en crisis. El resultado fue la terrible de crisis de final de siglo. Una población hambrienta fue presa de la peste de julio de 1600, con las consecuencias ya conocidas.

Los contemporáneos fueron conscientes del mal que se avecinaba. El ayuntamiento de seis de noviembre de 1582 prohibió plantar más viñas, porque se estaba reduciendo la producción de trigo y se estaba acabando con los barbechos que servían de pasto para los ganados. Aunque algunas decisiones del ayuntamiento, ya tomadas desde el mismo momento de implosión de la plantación de viñas fueron tan erróneas como letales. Nos referimos a la prohibición confirmada por ordenanzas y acuerdos municipales reiterativos de levantar valladares en torno a las viñas y otras propiedades particulares. Se impidió una política agraria de enclosures, como la que se estaba desarrollando en Inglaterra por las mismas fechas. Pero eso era pedir demasiado para la España del siglo XVI. Hacia finales de siglo, la explotación de las viñas presenta una imagen anárquica: los ganados campando a sus anchas y los pobres, aliviando su necesidad, hurtando las uvas y sarmientos de las cepas.

Pero la crisis de las viñas en estos años tenía causas propias y ajenas a los intereses ganaderos. Entre ellas, la principal y no reconocida, era la evolución de los salarios de unos jornaleros que luchaban por mejorar su trabajo. Ahora, en una villa en ebullición urbanística, podían elegir entre emplearse en el campo o como albañiles en las edificaciones civiles y privadas que se levantaban. Ya en los acuerdos municipales de 1548 hay obsesión por fijar los salarios en una tasa variable según la época del año, pero que en ningún caso debía exceder de real y medio o de un real, en el caso que el jornalero fuera mantenido, es decir, se le diera de comer. Preocupaba tanto o más el que los jornaleros no tuvieran residencia fija y anduvieran de pueblo en pueblo a la búsqueda de mejores condiciones salariales. Los jornaleros eran acusados de su poca predisposición al trabajo, no respetando la jornada de sol a sol. Por tal razón, el trabajo reglamentado a jornal fue muy mal visto (el morisco Alonso de Torres había trabajado a jornal a su llegada a San Clemente en 1571, y sus vecinos se lo recordaban como una deshonra), fue en parte sustituido por el trabajo a destajo, donde los trabajadores ganaban salarios superiores a cambio de mayores exigencias: los podadores cobraban dos reales y medio por el trabajo de una aranzada (unas ochocientas cepas). Pero la presión de unos trabajadores que podían vender su fuerza de trabajo en la multiplicidad de labores, llevó a una excesiva reglamentación del trabajo, que, para el caso de las viñas, recogía el transporte de los cuévanos o la aportación de medios propios.

La rebelión de los jornaleros, que tenía mucho más de holganza, porque muchas vezes salían tan tarde que hera pasado mucha parte de aquel día, que de movimiento organizado, llegó hasta el Consejo Real, que por provisión de 13 de junio de 1552 ordenó cumplir las viejas ordenanzas que obligaban a los jornaleros a acudir a las plazas públicas a alquilar su trabajo al alba de cada día, con todas sus herramientas y con sus mantenimientos, y permanecer trabajando hasta la puesta del sol. La fijación de los jornales correspondía a los concejos. Pero la tasación de los jornales iba contra los tiempos, más entre unos jornaleros a los que se abría una amplia panoplia de trabajos y que, en palabras del Consejo Real, se comportaban como mercenarios a la hora de alquilar sus servicios. Las condiciones laborales, doradas a mediados de siglo, empeoraron a partir de los años setenta. Los motivos fueron que la sociedad sanclementina se quebró tras la guerra de los moriscos de 1570 y, sobre todo, que el impulso constructor de edificios religiosos, civiles y particulares, que en la villa venía arrastrándose desde los años cuarenta, comenzó a agotarse. Don Diego Torrente recogió las ordenanzas que la villa fijó en los acuerdos concejiles de 5 de marzo de 1570
Primeramente, que en los meses de março, abril e mayo se les dé a los podadores y cabadores por cada un día, a cada uno, dos reales e un quartillo de vino, manteniéndose ellos de lo demás; y si les dieren de comer, les den real y medio; y que los tales jornaleros sean obligados a salir e yr a la lavor, en estos tres meses, a las syete oras de la mañana, y que no salgan de la lavor hasta puesta de sol.
Yten, que el tienpo que durase la vendimia e cosecha de huva, se dé a cada peón para pisar, real y medio y de comer; e para vendimiar, un real y de comer; e las mugeres e zagales, a veynte mrs. e de comer (9)

El agravamiento de las condiciones laborales venía marcado por unas condiciones laborales que se retrotraían a veinte años antes, con cierta degradación de los oficios mejor pagados, como podadores y pisadores, que veían recortado el mantenimiento a medio litro de vino diario, sin aportación de pan o carne; pero la verdadera devaluación de los salarios venía del proceso inflacionario de precios vivido en el siglo XVI. Según Hamilton, si hasta 1535 los precios marcan en sus fluctuaciones contradictorias oscilaciones al alza y la baja, que provocan, en su brusquedad, cierta estabilidad de los mismos a largo plazo, a partir de la segunda mitad de los años treinta el ascenso es generalizado y podemos decir que brutal en la década de los cuarenta, especialmente en Andalucía y Castilla la Nueva. Pero lo peor estaba por venir, en la segunda década del siglo los precios se duplicarían (10). Las decisiones que hemos visto del concejo sanclementino en materia del salario, se acercaba a la congelación de salarios: en 1570 se imponían los salarios de 1550, e incluso se rebajaban, reglamentando y extremando la duración del tiempo de trabajo. En ese periodo los precios de las cosas costaban un cincuenta por ciento más. Los jornaleros sanclementinos, como otros de Castilla, habían perdido la batalla, viendo la subida de precios en la década de los cuarenta y las amplias posibilidades de trabajo existentes, consiguieron ciertas mejoras hacia 1550, pero fueron transitorias. La llegada de setenta familias moriscas en 1570 contribuiría a la bajada de los salarios. No obstante, la sociedad sanclementina no era una sociedad dual, como lo será siglos después; contaba con numerosos estratos intermedios de funcionarios, artesanos y pequeños propietarios. Antes que sociedad campesina era pequeña corte manchega. Este carácter de capitalidad política, fiscal y de servicios de la gobernación del Marquesado de Villena, y luego de su corregimiento, posibilitó que resistiera mucho mejor la crisis de comienzos del seiscientos que otras villas agrarias como Villarrobledo o Albacete. Al menos hasta 1640, luego la naturaleza de la sociedad sanclementina cambió y se hizo más desigual.

La ganadería era el otro gran negocio de la villa. Los poseedores de ganados disponían de hatos que oscilaban entre las dos mil y las cuatro mil cabezas. Sus detractores los señalaban con nombres y apellidos: Alonso de Oropesa, Hernando de Montoya, Ginés Sainz, escribano, Sebastián Cantero, Francisco Rosillo, Gregorio de Astudillo, Juan López de Perona y Francisco de Ortega. Entre los detractores estaban los clérigos, sin duda defensores de las rentas decimales del vino, unas 9.000 arrobas, a pesar de las ocultaciones, más seguras en el cobro que las cabezas de ganado y, cómo no, propietarios de majuelos. Pero los ganaderos comienzan a tener dificultades para encontrar pastos desde los años cuarenta. Primero ven vedado su acceso al pasto e invernada de los pinares de Azraque y La Losa, sitos en los términos de Vara de Rey y Villanueva de la Jara, luego vienen los pleitos con los pueblos vecinos de Cañavate y La Alberca por el acceso a los montes comunales. Especialmente enconado fue el pleito con la villa de La Alberca, provocado por la decisión de esta villa de acotar la mitad de su término y que se prolongaría hasta inicios del seiscientos. Así, los ganados sanclementinos se vieron obligados a pasar los puertos de Alcaraz y Chinchilla para herbajar en la invernada. Pero las condiciones ahora eran más gravosas, si Alcaraz incrementó en 1555 los derechos de montazgo de cada cabeza de ganado lanar hasta los doce maravedíes, las condiciones no eran mejores en los puertos de Chinchilla, donde Albacete pretendía cobrar un nuevo derecho a los ganados, correspondiente al pago de los puertos secos, por encontrarse la villa de Albacete a doce leguas de la raya, frontera, del Reino de Aragón.

Cuando en los años ochenta llega Rodrigo Méndez para averiguar la riqueza de las villas del Marquesado, su visión del estado de las haciendas privadas choca con las quejas lastimeras de los vecinos. Rodrigo Méndez ve una realidad de opulencia y riqueza en manos de los llamados ricos. Los vecinos se quejan del estado lastimero de unas tierras arruinadas. Las pesquisas para averiguar el fraude de las rentas reales, en la villa de San Clemente, se centran particularmente en las ocultaciones en la venta de cabezas de ganado. Ahora San Clemente ya no nos aparece como la abastecedora de vino para las regiones comarcanas sino como abastecedora principal de carne de pueblos como Belmonte y de la propia ciudad de Cuenca. Este dominio temporal de los ganaderos en la villa de San Clemente va acompañada de una crisis de poder. La desaparición de la primera escena política de los Castillo hacia 1550; la posterior lucha de bandos que se desató en 1553, de la que saldrían como grandes perdedores los Origüela, afianzó el poder local de las familias de ganaderos que marcarían el rumbo de la política sanclementina el último tercio del siglo XVI.

 El dominio de los propietarios de ganados, ahora plenamente integrados en las rutas trashumantes, hacia los puertos de Alcaraz o Chinchilla, parece acabar con la república de tenderos, entre cuyos tratos destaca el del vino. La plaza del pueblo, que antaño era el centro de tiendas como las del tabernero Gonzalo de Tébar, que obtenía ocho maravedíes por arroba de vino vendida en 1548, ve como los bajos de las casas se quedan vacíos. Los comerciantes, coincidiendo con las obras de la Iglesia y el Ayuntamiento, abandonaron la plaza para refugiarse en el Arrabal. Este barrio y sus vecinos, alejados del poder local, pareció revivir con sus tiendas, sus artesanos y la llegada de nueva población morisca en los años setenta. La sociedad sanclementina se hizo dual. Mientras el Arrabal adquiría una vida propia, ajena a la agricultura, los ganados recorrían los campos esquilmando ya no solo las viñas o pinares del sur, sino los campos de cereales y dehesas del norte, en manos de grandes señores. Incluso el atrevimiento en su dominio les llevaba a pastar en los cebadales cercanos al pueblo. La reacción no se hizo esperar y vino de dos personajes principales del pueblo: don Juan Pacheco Guzmán, alférez de la villa, que había recibido por su casamiento con Elvira Cimbrón, la herencia de los Castillo en Perona, y el doctor Cristóbal de Tébar, cura de la villa. Coincidiendo las crisis pestíferas y de subsistencias de comienzos de siglo, los Castillo, ahora bajo el apellido Pacheco, y los Origüela, de la mano de la rama familiar de los Tébar, volvían al primer plano de la política municipal.

Tanto don Juan Pacheco como el doctor Tébar eran hombres que venían del pasado, ambos había nacido hacia 1550 y morirán a mediados de la década de los veinte del siglo posterior. Don Juan Pacheco representaba los intereses cerealistas, heredados de su abuelo político Alonso de Castillo: 3.500 almudes en Perona. A las heredades de Perona unía otras en San Clemente y en Villarrobledo; en esta última villa, en la que poseía la heredad de Sotuélamos, había entrado en conflicto con los intereses de la Mesta. Los conflictos con los ganaderos de don Juan Pacheco Guzmán, alférez mayor de la villa de San Clemente, se extendieron a esta última villa, aunque adquirieron la veste de un conflicto político por la primera instancia y la supresión de los cargos alcaldes. El doctor Cristóbal de Tébar, cura del pueblo, por tradición familiar, y como controlador de la tazmía y rentas decimales, estaba inmerso en el negocio del vino. Se recuerda a menudo la cesión de 53.000 vides de majuelo nuevo en la finca de las Cruces al Colegio de la Compañía Jesús, pero se olvida que a comienzos de siglo había comprado, junto a su hermano el indiano Diego, otras 9.500 cepas en la finca de Matas Verdes. A nosotros nos interesa esta última compra, porque iba acompañada de otros novecientos almudes de tierras de pan llevar. Si las heredades de la finca de las Cruces, en Casas de Fernando Alonso, acompañadas de 500 almudes de trigo, aún mantenían en la duda al cura, la apuesta de ambos hermanos Tébar era ya clara por el cereal en la finca de Matas Verdes (11). De hecho, las heredades de Matas Verdes acabarían en su sobrina María de Tébar Aldana, mujer de Pedro González Galindo, y después en sus herederos los Piquinoti, que se garantizaron con un juro situado sobre las rentas reales del Marquesado de Villena la cantidad anual de 1.950 fanegas de trigo.

Sin embargo, los grandes triunfadores de la villa de San Clemente del siglo XVII no fueron ni el alférez Juan Pacheco ni el doctor Tébar. Los herederos del primero abandonaron el pueblo, aunque no sus propiedades, el segundo cedió sus bienes a los jesuitas ante la presión inquisitorial y sus herederos los Piquinoti fueron repudiados en el pueblo. Los grandes triunfadores fueron los Ortega. Don Rodrigo de Ortega sentó las bases de la riqueza familiar en torno a las propiedades cerealistas de Villar de Cantos y de Vara de Rey, pero nunca se olvidó de sus ganados. Sí entraron en una fase de declinar irremediable las viñas, como un estertor de aquel pasado glorioso en que las viñas inundaban ininterrumpidamente el paisaje sanclementino, todavía en 1664 la villa concede un donativo de 2.000 ducados de vellón condicionado a la apertura durante nueve años de una taberna pública en Madrid para vender el vino en la Corte.


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(1) MARTÍNEZ MARTÍNEZ, Fco. "Estructura rural de San Clemente" en CUENCA.23/24. 1984, pp. 7-56)
(2) AGS, CRC, 493-1, Ordenanzas de San Clemente de 1562
(3) AGS, EMR, leg. 571. Fianzas e informaciones de abono de los arrendadores de rentas reales de los partidos del Marquesado de Villena, ciudad de Murcia, Segura de la Sierra y Alcaraz. 1508(4) AMSC. ESCRIBANÍAS. Leg. 28/1
(5) AMSC. AYUNTAMIENTO. Leg. 1/2, nº 36
(6) Nomenclátor de algunos pueblos de España con los vecinos y rentas que pagaban. BIBLIOTECA DEL REAL MONASTERIO DEL ESCORIAL. Manuscritos castellanos L. 1, 19, fol. 113 vº)
(7) AGS. EXPEDIENTES DE HACIENDA. Leg. 202, fol. 6-XIV. Averiguación de rentas reales y vecindarios del Marquesado de Villena. 1586
(8) TORRENTE PÉREZ, Diego: Documentos para la Historia de San Clemente. 1975, TOMO I, pp. 347 y siguientes.
(9) TORRENTE PÉREZ, Diego: Documentos para la Historia de San Clemente. 1975, TOMO II, pp. 40-44.
(10) HAMILTON, Earl J.: El tesoro americano y la revolución de los precios en  España, 1501-1560. Barelona. Ariel. pp. 199 y siguientes
(11) ARCHIVO GENERAL DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA. FONDO PÉREZ SEOANE. Familia Piquinoti, Posesión por parte de don Francisco María Piquinoti, como marido de Dª Antonia González Galindo, del mayorazgo fundado a favor de su mujer. 21 de enero de 1639.
AMSC. AYUNTAMIENTO. Leg. 4/14. Expediente de fundación del Colegio de la Compañía de Jesús de San Clemente, en virtud de los legados del doctor Cristóbal de Tébar, cura propio de la Iglesia Mayor de Santiago. Años 1613-1620 (hay transcripción de los documentos en Diego Torrente Pérez, Documentos para la historia de San Clemente, tomo II, 1975, pp. 289-295

ANEXO. Probanza de testigos de las Ordenanzas de 1562

Francisco del Pozo, clérigo,
Juan Sánchez de Palomares, clérigo
Antonio Galindo
Tristán de Pallarés, clérigo
Diego González, clérigo
Juan Cañamero, clérigo
Gregorio del Castillo, el viejo
MIguel García Macacho
Hernando de Origüela, hijo e Hernando Origüela
Juan de Mérida
Gaspar de Sevilla
Antón de Ávalos, regidor
Domingo de Vicen Pérez, alcalde de la hermandad
Diego Sánchez de Origüela
Francisco de la Fuente Zomeño
Diego Vázquez, 44 años
Gonzalo de Iniesta, 48 años
Alejo Rubio, 60 años
Miguel López de Vicen López, procurador de la villa, 48 años
Juan de Garnica, procurador del número, de 35 años
Francisco del Castillo Villaseñor, 35 años
Bartolomé Jiménez de Atienza
Alonso del Campo
Francisco Moreno
Licenciado Pomares
Francisco de Zorita, alguacil mayor del Marquesado de Villena






viernes, 8 de diciembre de 2017

Escudos de los Austrias de los ayuntamientos de San Clemente y de Chinchilla de Montearagón: demasiadas semejanzas

Escudo, uno de los dos escudos gemelos de los Austrias del Ayuntamiento de San Clemente, situado bajo la torre
Escudo de los Austrias en la fachada renacentista del Ayuntamiento de Chinchilla de Montearagón




Escudo central de los Austrias en el Ayuntamiento de San Clemente

Escudo imperial de Carlos V en Cuenca, Casa del Corregidor, con el águila bicéfala


Los dos primeros escudos, salvo por el detalle del águila de San Juan que enmarca el escudo sanclementino, son idénticos. El escudo de Chinchilla se sitúa sobre una fachada que tenemos perfectamente datada en 1590.

Ubicación del escudo chinchillano en la fachada renacentista de la calle Fernán Núñez Robres

Las propias inscripciones, además del reinado de Felipe II, nos informa del corregidor de la época Jerónimo Guzmán, que ocupaba el oficio desde noviembre de 1589, y al que cupo el honor de dejarnos su nombre sobre la fachada de un ayuntamiento iniciada con anterioridad a su mandato. Los datos, que disponemos más recientes de las obras del ayuntamiento de San Clemente se refieren a 1558, época del gobernador Francisco de Osorio Cisneros, y llevadas a cabo por el vasco Zalbide.

Lo más fácil sería para nosotros concluir que ambas obras fueron realizadas en época de Felipe II, y, desde luego, lo que se nos presenta en los documentos, inscripciones y ante nuestros ojos así es. Las guías de turismo se encargan del resto, recordándonos al gran Andrés de Vandelvira detrás de estas obras. Sin duda, un autor de este calibre aumenta las visitas y el caso de Chinchilla presenta más semejanzas a su obra.

Pero esos escudos de los Austrias tan idénticos nos siguen planteando nuestras dudas. ¿No serán anteriores a las propias construcciones, tal como para el ayuntamiento de San Clemente tenemos constancia de salas capitulares previas? ¿Si asociamos el escudo de la portada de Chinchilla a la fecha grabada en su dintel, MDXC, dónde está el escudo de la casa Avis de Portugal, que Felipe II asoció a su escudo desde la conquista de este Reino en 1580? ¿El escudo frontal del ayuntamiento de San Clemente se corresponde con el mandado labrar por el concejo en 1565 con las armas reales? Estaríamos hablando entonces de un escudo filipesco que ha abandonado ya el escudo de Navarra y el águila bicéfala, mantiene las armas del Emperador; pero ¿dónde están los otros dos escudos que con las armas de la villa y las del propio gobernador se mandaron labrar? Don Diego Torrente no dio por labrado ninguno de los tres. Además, aunque los propios escudos del pósito de la villa de San Clemente, de 1586, ya incorporan las armas de Avis de Portugal, anexado en 1580, y han eliminado las del escudo de Navarra, hacia 1570 las armas reales de Felipe II todavía mantienen las cadenas del escudo navarro, que incorporó su padre desde 1520, cosa que no hace el escudo de los Austrias de la villa de San Clemente, si damos buenas las fechas en torno a los años de las obras de Zalbide en 1558 a 1565. Irse a fechas tan tempranas como las de 1520, en las que el Emperardor aún no había incorporado las columnas de Hércules o el águila bicéfala es quizás demasiado aventurado. Mucho antes de la división en 1586 de la gobernación de lo reducido del Marquesado de Villena en dos corregimientos (el de las diecisiete villas de San Clemente y el de las nueve villas y dos ciudades de Chinchilla), ambas localidades eran lugar de impartición de la justicia real por dos alcaldes mayores. Demasiadas dudas y pocos documentos. Quizás muchos interrogantes equivocados, pero solo de ellos pueden surgir las respuestas. La aportación del escudo de la Casa del Corregidor de Cuenca, mandada edificar en 1541 ( y rehecha por Juan Martín en el siglo XVIII) nos presenta un modelo heráldico similar, pero más avanzado en el tiempo con águila bicéfala y la corona imperiales, por tanto es de suponer posterior a los dos escudos gemelos del ayuntamiento de San Clemente (corona castellada y águila de San Juan.

Abajo se pueden ver los escudos de armas de Felipe II, en 1570 y en 1586, que corresponden a un modelo propio ya asentado, más simplificado que el de su padre. El de 1570, mantiene las cadenas del escudo de Navarra, que desaparecen en el segundo, para incorporar las armas portuguesas. Sirva de curiosidad que la disposición del vellocino de oro del escudo de Felipe II es con la cabeza a la derecha y no a la izquierda como en los escudos del Emperador.

Recebimiento que hizo la muy noble y muy leal Ciudad de Seuilla a la C.R.M. del Rey D. Philipe N.S., compuesto por Iuan de Mal Lara. En Seuilla, en casa de Alonso Escriuano. 1570

Pósito de San Clemente. 1586. Las armas de Avis en el primer cuartel entre las de Castilla y León
(Foto: webcindario.sanclemente)

domingo, 3 de diciembre de 2017

Rentas reales de la villa de San Clemente (1579-1584)

TOTAL DE ALCABALAS Y TERCIAS (EN MARAVEDÍES)
ALCABALA DEL VIENTO
ALCABALA CARNICERÍAS, PAN Y HARINA
ALCABALA DEL VINO Y VINAGRE
ALCABALA GANADOS Y LANAS
ALCABALA DE PAÑOS Y CORDELLATES
ALCABALA CORAMBRE, ZAPATERÍA, HIERRO
ALCABALA HEREDADES Y CENSOS
ALCABALA PESCADO Y ACEITE
ALCABALA TIENDAS DE MERCADERES
CONDENAS POR FRAUDES*
1579
2334569
475000
479000
605000
285000
60580
73000
140320
48500
33050,5

1580
2215808
490000
485000
41150
292500
71550
73750
123500
73500
38858
215000
1581
2447812
490000
515000
454560
292500
83550
118750
123500
73500
75000

1582
2568286
648000
492200
429236
247000
92250
143000
132600
CON ALCABALA DEL VIENTO
75000

1583
2767758,5
701000
538508
550834
253904,5
72822,5
102100
175329,5
CON ALCABALA DEL VIENTO
135760

*En 1580 el licenciado Mieses y en 1584, Rodrigo Méndez
1584
2205894
434832,5
349852,5
302353
291845
92045
132742
90990
CON ALCABALA DEL VIENTO
138762
104222
ALCABALA DEL VIENTO
ALCABALA CARNICERÍAS, PAN Y HARINA
ALCABALA DEL VINO Y VINAGRE
ALCABALA GANADOS Y LANAS
ALCABALA DE PAÑOS Y CORDELLATES
ALCABALA CORAMBRE, ZAPATERÍA, HIERRO
ALCABALA HEREDADES Y CENSOS
ALCABALA PESCADO Y ACEITE
ALCABALA TIENDAS DE MERCADERES
1579
ARRENDAMIENTO (O FIELDAD)
PEDRO DE ALBELDA CABALLÓN
JUAN RAMÍREZ CABALLÓN
BARTOLOMÉ DE LLANOS
ALONSO DE VALENZUELA
ALONSO DE CARRASCOSA
JUAN LÓPEZ DE PERONA
FRANCISCO DE ORIGÜELA
DIEGO SIMÓN ROSILLO
FIELDAD
1580
ARRENDAMIENTO (O FIELDAD)
DIEGO SIMÓN ROSILLO
APARICIO ROMERO
FIELDAD
CRISTÓBAL DE OLIVARES
CRISTÓBAL DE CARRERA
GREGORIO GUERRA
JUAN GONZÁLEZ DE ORIGÜELA
DIEGO DE INIESTA MOLINA
FIELDAD
1581
ARRENDAMIENTO (O FIELDAD)
DIEGO SIMÓN ROSILLO
APARICIO ROMERO
CRISTÓBAL DE CARRERA
CRISTÓBAL DE OLIVARES
CRISTÓBAL DE CARRERA
GINÉS DEL CAMPILLO
JUAN GONZÁLEZ DE ORIGÜELA
DIEGO DE INIESTA MOLINA
JUAN LÓPEZ DE PERONA
1582
ARRENDAMIENTO (O FIELDAD)
DIEGO DE INIESTA MOLINA
JUAN RAMÓN
PEDRO JIMÉNEZ DE QUIRÓS
ALONSO MUÑOZ PLATERO
MARTIN LÓPEZ DE CABALLÓN
FRANCISCO MARTÍNEZ ROMO
DIEGO SIMÓN ROSILLO
DIEGO DE INIESTA MOLINA
MARTÍN LÓPEZ CABALLÓN
1583
ARRENDAMIENTO (O FIELDAD)
PEDRO DE ALBELDA CABALLÓN
CRISTÓBAL DE ZARAGOZA EL MOZO
PEDRO DE ALBELDA CABALLÓN
MIGUEL SÁNCHEZ DEL HOYO
FIELDAD: JUAN DE MOYA
CRISTÓBAL DE LA CARRERA
DIEGO SIMÓN ROSILLO

JUAN LÓPEZ DE PERONA
1584
ARRENDAMIENTO (O FIELDAD)
FIELDAD: ANTÓN LÓPEZ DE CRUZADO Y CRISTÓBAL  CARRERA
FIELDAD: CRISTÓBAL DE ZARAGOZA
FIELDAD: PEDRO JIMÉNEZ DE QUIRÓS
JERÓNIMO DEL CASTILLO
MARTIÍN LÓPEZ CABALLÓN
JULIÁN DE MOYA
DIEGO DE INIESTA MOLINA

JUAN LÓPEZ DE PERONA
Otros postores: Juan Garnica, Pedro Garnica, Miguel Zalvide, Juan Jiménez, Francisco de Peralta, Juan del Pozo, Juan López de Garcilópez, Hernando del Castillo, Leonardo de la Serna,
1579
1580
1581
1582
1583
1584
TERCIAS*
ARRENDAMIENTO
FIELDAD
PEDRO DE TÉBAR ANGEL
FIELDAD: DIEGO DE CABALLÓN RAMÍREZ
DIEGO DE INIESTA MOLINA
DIEGO DE AGÜERO
ANTONIO BENÍTEZ, Vº DE ALBACETE

VALOR EN MARAVEDÍES
130119,5
311000
221452
309000
337500
297250,5

VALOR EN FANEGAS DE TRIGO
266





*El producto de las tercias van enteramente a doña Ana de Munera, viuda de Jorge del Cañavate, que posee un juro situado sobre dicha renta de 500 fanegas de trigo


AGS, EXP. DE HACIENDA. Leg. 202, Averiguaciones de rentas y vecindarios del marquesado de Villena, 1586